A los 43 años, Mary Pinchot Meyer era y no era a la vez como todas las mujeres de su clase, la casta reinante de Georgetown, el suburbio adinerado de Washington. Sus conexiones parecían impecables. Hija de un abogado bien situado y metido en política –fue uno de los impulsores del partido progresista de Teddy Roosevelt– y de una periodista, estudió en Vassar, la universidad femenina de la élite intelectual y se casó a los 25 con un agente de la CIA. Era cuñada de Ben Bradlee, el periodista del Washington Post que destaparía el Watergate – y, aunque eso lo sabía muy poca gente entonces, amante de John Kennedy, con quien se veía a escondidas en la Casa Blanca. Ambos eran viejos amigos. Se habían conocido de adolescentes en un baile en Choate, el internado en el que estudiaron todos los chicos Kennedy, y se reencontraron ambos ya casados frecuentando los mismos círculos del poder en Washington.
Por otro lado, la propia Mary se hubiera encargado de señalar todo lo que le diferenciaba de las otras señoras bien de la capital. Para empezar, se había divorciado de Cord Meyer a los 38 años (fue entonces cuando inició su relación con el presidente). Pintaba, y aunque no se puede decir que su obra haya dejado poso, tampoco era una acuarelista amateur de domingo por la mañana. Tenía vínculos con la llamada Escuela del Color de Washington, una especie de rama regional del Expresionismo Abstracto y había llegado a exponer su trabajo en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Además, sentía una curiosidad por el aliento de la contracultura que a la gente de su entorno y de su generación solo les llegaba de oídas y se había iniciado tarde en las drogas, guiada por Timothy Leary (¿quedó alguien en la América de los cincuenta y sesenta a quien Timothy Leary no enseñara las puertas de la percepción?), quien dijo años después que Mary había intentado convertir Camelot en un viaje de ácido. Se dice que Mary y JFK fumaban porros de marihuana en la Casa Blanca.
A pesar de ese perfil tan intrigante, a Mary Pinchot Meyer se la recuerda básicamente por su muerte. En octubre de 1964, casi un año después del asesinato de Kennedy en Dallas y tres semanas después de que se hiciera público el Informe Warren (que concluía que aquello fue cosa de Lee Harvey Oswald en solitario), la pintora apareció muerta en un sendero al lado del canal de Chesapeake y Ohio. Era mediodía y había salido a dar su paseo habitual de la hora de comer junto a su estudio. Llevaba un jersey azul de angora y pantalones elásticos. Como en las películas malas, los policías que la encontraron comentaron lo guapa que estaba y que parecía dormida.
Al igual que la de su amante, la muerte de Mary tuvo una explicación poco convincente y lleva discutiéndose desde entonces. Ahora, un podcast de pago, Murder on the Towpath, presentado por la periodista Soledad O’Brien y no disponible desde España –se emite en la plataforma Luminary, que pretende ser “la Netflix de los podcasts y aún no ha llegado a Europa– revisita su historia y trata de esclarecer el caso. Apenas 45 minutos después de la muerte de la artista, ya había un detenido, un afroamericano de 25 años llamado Ray Crump que pasaba por allí y no pudo dar una explicación convincente de por qué estaba mojado. Dijo que había estado pescando, se le cayó la caña y se tiró al canal a buscarla. Crump fue juzgado y considerado culpable pero, un año más tarde, una abogada afroamericana centrada en los derechos civiles, Dovey Johnson Roundtree, aceptó su caso y consiguió que lo absolvieran por falta de pruebas. De hecho, el podcast dedica la misma atención a Mary Pinchot Meyer como a Dovey Johnson, una figura formidable que murió en 2018 con 104 años de edad tras romper todo tipo de barreras raciales y de género.
Si Crump no asesinó a Mary, ¿quién lo hizo? La principal teoría conspirativa apunta a la CIA. Según un periodista que siguió el caso, C. David Heymann, Cord Meyer, el exmarido de Mary, dijo poco antes de morir que “los mismos hijos de puta que mataron a John F. Kennedy” habían acabado con la madre de sus dos hijos. Otro periodista, Leo Damore, escribió que Crump, el único acusado, era el chivo expiaiorio perfecto, aun mejor que Lee Harvey Oswald, y que Mary Meyer tuvo que ser asesinada por un sicario perfectamente entrenado (a los policías que encontraron el cadáver les sorprendió la ausencia de sangre y la gélida perfección del tiro en la frente) porque “sabía demasiado”. Al parecer, la pintora había dicho en varias ocasiones que no se creía la conclusión del Informe Warren y hablaba mal de la CIA siempre que podía.
Ningún historiador de Camelot pone en duda la relación entre ella y el presidente, ya que existe una carta que le escribió JFK un mes antes de morir y que no llegó a enviarle. La secretaria del presidente, Evelyn Lincoln, la conservó y en 2016 se subastó por 89.000 dólares. En esos cuatro folios manuscritos le pedía que se encontrasen: “¿por qué no dejas los suburbios por una vez? Ven a verme, aquí o en Cap Cop la semana que viene o en Boston el día 19. Sé que es insensato, irracional y que quizá lo odies. Por otro lado, quizá no lo odies y a mi me encantará”.
Se da por hecho también que la CIA tenía intervenido el teléfono de Pinchot Meyer y que se encontró a uno de sus agentes tratando de penetrar en su casa para robar su diario, que permanece desaparecido. En 1998, una periodista Nina Burleigh, dedicó una biografía a la pintora, A Very Private Woman. Una crítica bastante negativa de ese libro en Kirkus Reviews (“Con poca información sólida –muchas fuentes de primera mano han muerto o no quieren hablar y los papeles de Mary se destruyeron– el libro está mal escrito y mal editado. Otro caso de ‘me acosté con JFK’ vendido pretenciosamente como la historia de una mujer en un camino de búsqueda”) ya señalaba que “la mujer más interesante en esta historia es la abogada que defendió al sospechoso de asesinato”. El podcast de O’Brien da la impresión de querer corregir los dos problemas, la falta de fuentes fiables y la poca atención que se le había prestado a Dovey Johnson Roundtree. El de Crump no fue ni de lejos el caso más importante que llevó la abogada afroamericana. En 1955 representó a Sarah Keys, una soldado afroamericana que denunció a la empresa de autobuses de Carolina del Norte por discriminación después de que la echaran de un autocar por negarse a ceder su asiento a un marine blanco. Johnson Roundtree, que había tenido una experiencia muy similar –también fue soldado en la Segunda Guerra Mundial– ganó el caso y consiguió acabar con la segregación en el transporte público de la ciudad de Montgomery. La sentencia se conoció cinco días antes de la victoria judicial de Rosa Parks y se considera un episodio fundamental en la lucha por los derechos civiles.
En una entrevista en televisión, la periodista Soledad O’Brien, especuló con que las dos mujeres, Dovey y Mary, se hubieran respetado mutuamente por desafiar lo que se esperaba de ellas.
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