Cuando Catherine Deneuve fue una huérfana de Toledo

Hace exactamente cincuenta años, Catherine Deneuve fue una muchachita de Toledo. Y esto sucedió gracias a la intervención de uno de los mejores directores de cine de la historia. Cuando hablan de la magia del cine nunca hay que tomárselo a risa, aunque la experiencia nos dice que más que trucos obra milagros.

Instalado entre Ciudad de México y París, donde había rodado sus últimas películas, Luis Buñuel llevaba sin rodar en España casi una década: desde que en 1961 la Palma de Oro en Cannes para Viridiana –la única obtenida hasta hoy por un director español– viniera acompañada de un escándalo por su contenido corrosivo y anticlerical. Viridiana estaba prohibida por las autoridades franquistas, sus negativos de milagro se salvaron de la destrucción, y el director era persona non grata para el establishment nacional.

Pero, pasado el tiempo, y con el franquismo entrando en su recta final, a los medios de propaganda nacional les convenía capitalizar la españolidad de una vaca sagrada como Buñuel. Así que alguien decidió terminar con aquel veto.

Ese alguien tenía nombres y apellidos, y además muy destacados. Para Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo, 1969 fue el año en el que hizo las dos cosas por las que se le debería recordar: la primera, comunicar el estado de excepción ante el aumento de las protestas sociales en el país; la segunda, autorizar el rodaje de Tristana en suelo español. Después de semejantes hitos procuró buscarse faenas más sencillas, así que antes de que terminara el año dimitía de su cargo para ponerse a los mandos de una empresa de cervezas. Después, ya en la democracia, vendría su segunda vida como político.

En cuanto a Buñuel, cuando rodaba en Francia filmaba sofisticados guiones surrealistas plagados de situaciones absurdas y osados resortes narrativos. ¿Y cuando rodaba en España? Entonces adaptaba a Galdós.

Del escritor canario de cuya muerte se cumple un siglo en 2020 le separaban casi sesenta años, pero había llegado a conocerlo en Madrid, siendo muy joven. “A decir verdad, solo lo vi una vez, en su casa, muy viejo y casi ciego, al lado del brasero, con una manta en las rodillas”, escribió. Mucho después de eso, se basaría en sus novelas para los guiones de Nazarín y Viridiana (libremente inspirada en Halma, de don Benito). En Tristana, escrita en 1892, Galdós narraba la historia de una huérfana acogida por un viejo amigo de la familia, don Lope, que aprovecha la circunstancia para abusar de ella. La joven huye para hacerse amante de un pintor, pero enferma gravemente, a resultas de lo cual le amputan una pierna y acaba convirtiéndose en la esposa del anciano. Era un papel demasiado apetitoso y con demasiados registros como para que Catherine Deneuve no pusiera sus ojos en él.


Dos años antes, Buñuel y Deneuve habían rodado juntos Belle de Jour, una obra mítica. Para élfue su película más taquillera. Para ella, el punto de inflexión que la moldeó como icono del imaginario popular. Elegante, glacial, misteriosa, un cofre lleno de secretos. A pesar de que aquel rodaje había sido una experiencia amarga, la actriz deseaba repetir. Era Buñuel quien no lo veía tan claro. Su primera opción para el personaje había sido Silvia Pinal, que ya había protagonizado Viridiana. Después apostó por la italiana Stefania Sandrelli. Pero Deneuve se postuló con decisión, y a los productores les venía bien una estrella encabezando el reparto. No hubo más que discutir.

Él, sin embargo, seguía poco convencido. “No me parecía que Catherine Deneuve perteneciese en absoluto al universo de Galdós”, declararía. Es difícil llevarle la contraria a don Luis, pero siendo justos había bastantes cosas muy poco galdosianas en su proyecto, lo que tiene fácil explicación. Buñuel tenía Tristana por una de las peores novelas de su autor, pero eso para él era una ventaja: prefería adaptar un mal libro que pudiera hacer suyo antes que uno bueno del que no pudiera cambiar ni una coma.

De modo que llevó a su terreno el material de partida, trasladando la acción desde el barrio madrileño de Chamberí de finales del XIX hasta la Toledo de la década de los 1920. Precisamente en aquella época, la de su juventud, Toledo había sido su patio de recreo y testigo de juergas junto a Lorca, Dalí y otros amigotes. El amor de todos ellos por la ciudad era tal que hasta habían fundado la Orden de Toledo, de la que escribió: “Para acceder al rango de caballero había que amar a Toledo sin reserva, emborracharse por lo menos durante toda una noche y vagar por las calles”. Sus cafés, sus plazas, sus callejuelas de piedra y ladrillo y sus monumentos adquieren en la película tal presencia que –aviso, viene cliché– la ciudad acaba convirtiéndose en un personaje más de la historia, uno que Galdós no había previsto.

Allí mismo se alojaba todo el equipo, excepto Catherine Deneuve, que prefirió quedarse en Madrid, desde donde iba y venía cada día en un coche puesto por la producción. Así pudo disfrutar de la capital a sus anchas en los ratos libres. En una ocasión, se acercó al Museo del Prado y la visita se inmortalizó con una fotografía ante El aquelarre, una de las pinturas negras de Goya. La instantánea de Philippe Le Tellier ilustró un artículo para la revista Paris Match en el que otras imágenes mostraban a una Deneuve inédita, “tristanizada”, sin maquillaje y bajo un velo negro. “Es como si quisiera que olvidáramos que es bella, rubia y joven, y rechazara que su renombre se deba solo a eso”, escribió el periodista.

En cuanto a su vivencia del rodaje, ella misma ha ofrecido versiones contradictorias. En general ha asegurado que fueron unas semanas distendidas, mucho más satisfactorias que su experiencia en Belle de Jour. Pero en el libro À l’ombre de moi-même, donde publicó una serie de diarios de rodaje, evocaba su llegada al set cada mañana como si se presentara a un examen, hasta el punto de que en ocasiones tenía ganas de llorar. “Me siento sola”, concluía.

Pero tan sola no estaba. En aquel momento contaba con el apoyo de François Truffaut, uno de los jóvenes directores de la nouvelle vague y gran admirador de Buñuel, que la visitó en Madrid. Con él acababa de rodar La sirena del Mississippi, donde interpretaba a una mujer fatal -un papel muy distinto de Tristana-, y durante el rodaje habían iniciado un romance. Años antes, Truffaut había sido amante de su hermana Françoise Dorléac, fallecida en 1967 en accidente de tráfico. Al cabo de unos meses de estrenarse Tristana, Deneuve puso fin a la relación, lo que provocó en él una crisis nerviosa que lo tuvo postrado durante dos años.

La actriz no era la única persona que se sentía fuera de lugar en Toledo. El galán italiano Franco Nero interpretaba al pintor Horacio, un personaje que en la película perdía gran parte del peso que tenía en la novela. Más atento al reparto español, Buñuel no lo trataba como la joven promesa que era tras triunfar con el spaghetti western Django y el musical Camelot. En esta última había conocido a Vanessa Redgrave, con la que inició una relación sentimental. Redgrave, por cierto, se había divorciado del director Tony Richardson cuando él se vinculó a otra actriz, Jeanne Moreau, intérprete de películas anteriores tanto de Truffaut (de quien también había sido pareja) como del propio Buñuel (por el que sentía una correspondida atracción platónica).

Toda esta ensalada sentimental le importaba bien poco a Buñuel, que se sentía más cercano a su amigo Fernando Rey, cuyo personaje moldeó a su imagen y semejanza. Don Lope es un hombre hipócrita, patriarcal e inseguro, muy fiero en su mediana edad pero muy manso al llegar a la vejez. Partidario del refrán de la mujer en casa y con la pata quebrada, le advierte a Tristana en un momento escalofriante pero nada subrayado por el guion: “Soy tu padre y tu marido, y hago de uno u otro según me convenga”.

Como supimos muchos años después por Memorias de una mujer sin piano, autobiografía de la esposa de Buñuel, Jeanne Rucar, la relación entre ellos no era muy distinta de la que existía entre Tristana y don Lope. Buñuel era un misógino de manual, pero no rehuía la autocrítica, y se había retratado de forma despiadada en el personaje a la par terrible y ridículo que interpretaba Fernando Rey.

La película se estrenó internacionalmente en el festival de Cannes de 1970, fuera de concurso, pero con críticas entusiastas. En París hubo una premier a la que acudieron, entre otros, la leyenda del cine francés Jean Gabin, y la pareja formada por Salvador Dalí y Gala. Dalí y Buñuel habían sido grandes amigos hasta que, exiliado tras la Guerra Civil, el cineasta hubiera perdido su trabajo en el MoMA de Nueva York debido a un libro en el que Dalí lo llamaba ateo. Cuando Buñuel quedó con él en un bar para exigirle explicaciones, el pintor se había limitado a pedir champagne y responder: “He escrito ese libro para hacerme un pedestal a mí mismo, no para hacértelo a ti”. Casi treinta años después, Dalí buscaba la reconciliación y proponía trabajar juntos en otra película, pero ya era demasiado tarde. “Agua pasada no mueve molino”, zanjó lacónicamente el aragonés.

De los defectos y virtudes de Tristana es representativa la propia interpretación de Catherine Deneuve. Ciertamente, la sospecha de que no pertenecía al universo galdosiano estaba bien fundada, porque en ningún momento resulta verosímil como huerfanita toledana. A esto contribuye que ella hable en francés y su voz esté doblada mientras el resto de los actores le den la réplica en español. Pero a medida que avanza la película va “ganándose” al personaje. En su tramo final está espléndida, mutada en una mujer comprensiblemente llena de rencor, de ojos ansiosos y expresión desafiante. Algunas de sus escenas están llenas de fuerza subliminal: Tristana abriéndose la bata en el balcón para mostrar su desnudez, Tristana picoteando unos barquillos en la silla de ruedas como si fuera una niña en su cochecito, Tristana avanzando con las muletas por el pasillo mientras don Lope toma su chocolate con los curas, Tristana ejecutando su venganza final una gélida noche de invierno.

El filme fue uno de los cinco nominados como mejor película extranjera en aquella edición de los Oscars. No logró el premio, pero Hollywood se fijó en el director, y dos años después sí hubo suerte con El discreto encanto de la burguesía, de producción francesa. El director George Cukor celebró en su honor una comida a la que, entre otros ilustres invitados, asistió Alfred Hitchcock. Era forzoso que el autor de Vértigo o Marnie, la ladrona, inventor de un cierto arquetipo de rubia gélida, apreciara la labor de Catherine Deneuve en las películas de Buñuel. Pero sobre ella no dijo una palabra, pues lo que de verdad le obsesionaba era el miembro amputado que se ve fugazmente en un plano de la película. Así lo contaba el español: “Con un brazo pasado sobre mis hombros, casi echado sobre mí, no cesaba de hablar de su bodega, de su régimen (comía muy poco) y, sobre todo, de la pierna cortada de Tristana: «¡Ah, esa pierna…!»”.

Ah, esa Tristana.

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