Raphael y Natalia Figueroa: la boda secreta que triunfó digan lo que digan

Iba a ser una boda secreta pero se anunció el mismo día en prensa. Los invitados no sabían a donde iban pero un grupo de periodistas apareció con ellos en el destino sorpresa. Muchos no daban un duro por la permanencia del matrimonio pero éste acabó formando una de las parejas más longevas de la crónica social. La de Raphael y Natalia Figueroa es una relación y una boda que lo tenía casi todo para salir mal, pero acabó funcionando a la perfección. Todavía lo hace.

Hará apenas un mes que Natalia me había escrito: Me caso con Raphael. Quiero que seas mi testigo. Pero para evitar un jolgorio tendremos en secreto absoluto la fecha y el sitio”, relataba en ABC José María Pemán. “Lo cumplieron fielmente: y empezó una especie de película policíaca, con las fintas y estrategias más enrevesadas para despistar agencias y fotógrafos. Pero hace unos pocos días, Natalia al teléfono: Eso es el día 14. ¿El sitio? Ya lo sabrás. Como tengas intervenido el teléfono pensarán que proyectamos el asalto de una joyería”.

El baile con los invitados para despistar a la prensa y que no irrumpieran en la fecha elegida, el 14 de julio de 1972, fue descrito por Jaime Peñafiel a Manu Piñón aquí. Cuando los novios vieron que los periodistas aparecían en Venecia, en la misma iglesia de San Zacarías en la que iban a casarse, se resignaron, posaron para ellos y les permitieron estar en la ceremonia y el banquete. El enlace protagonizó portadas de ¡Hola!, Semana o el diario Yale. Nada de puertas cerradas ni seguridad contratada para evitar fotografías indiscretas, como veríamos popularizarse en las siguientes décadas. Era un momento previo a exclusivas en el que la relación entre famosos y cronistas del corazón era de colaboración amable, cuando no de directa amistad. Y al fin y al cabo, Natalia Figueroa, con su trabajo de periodista y entrevistadora, era prácticamente una de ellos, aunque por familia y por esa relación también sabía lo que era estar al otro lado de los micrófonos.

Lo de la familia no era un hecho baladí. “Oriéntanos, por lo menos, si es hacia el norte o hacia el sur”, señala José María Pemán que decían las señoras en el aeropuerto al comunicárseles que Roma no era el destino final del viaje. “No es un capricho. Es para saber si debo llevar la capita de visón o el chal de seda estampada de Hermès”. Esas mujeres acostumbradas a arroparse con visones y sedas eran el entorno habitual de Natalia, nieta del conde de Romanones e hija de Marqués de Santo Floro. Desde niña, Natalia estaba encaminada a ocupar un lugar en las páginas de sociedad, aunque ella pronto demostró ser, como se decía entonces, “una joven con inquietudes”. “Hace tres meses en la vida de esta muchacha se produjeron dos hechos destinados a dejar una huella profunda en un espíritu adolescente. Publicó su primer libro y se vistió de largo”, decía sobre ella en 1958 el ABC. “Si se le pregunta a Natalia cuál de las dos fechas prefiere, dirá sin vacilar: “La mañana del Paseo de Recoletos en la que desde la caseta número 33 firmé el primero de mis libros”. El libro era Decía el viento, un poemario prologado por Torrente Ballester, al que había accedido con facilidad por los contactos privilegiados a los que tenía acceso desde la cuna. La “anti-Sagan”, la llamaba el periódico, en referencia a que escribía cosas agradables y bonitas, no sobre jóvenes cínicos que ya están de vuelta de todo como la Françoise Sagan de Buenos días, tristeza, a la que por cierto la joven Natalia traduciría al español demostrando estar mucho más en consonancia con su época de lo que creían en el periódico.

Así era. Puro espíritu sesentas, la joven posaba como modelo ocasional con vestidos de Hermès o Guy Laroche, escribía libros y frecuentaba eventos destinados a formar parte del imaginario colectivo patrio, como ese bautizo de Antonio Flores que recreó la serie Arde Madrid. Allí, junto a Lola Flores, Ava Gardner o Lucía Bosé, la veinteañera Natalia Figueroa acudió en compañía de Vicente Parra, elfamoso protagonista de ¿Dónde vas Alfonso XII?, que más tarde aseguraría haber tenido una relación sentimental con ella pese a ser homosexual más o menos notorio.

La misma década de los 60 fue la que presenció el auge de un al principio anónimo Rafael Martos. “El niño de Linares” encarnaba otro tópico a la perfección, el del hijo de familia humilde –su padre era albañil– que logra salir de la pobreza gracias a su inabarcable talento y determinación. Su trayectoria es la de miles de españoles de su generación: había nacido en un pueblo de Jaén, pero su familia fue una de las muchas que emigraron del campo a Madrid en busca de mejores perspectivas de futuro, cuando el niño solo tenía un año. El apodo “de Linares” era cierto, pero más un reclamo publicitario que algo que obedeciesea sus vivencias infantiles. Desde Cuatro Caminos primero, y desde una humilde habitación en Carabanchel después, Rafael decidió que quería ser artista: actor, coreógrafo, bailarín, cantante, escritor, lo que fuera pero artista. Su voz atiplada decidió su camino, análogo al de muchas estrellas del momento y ya leyenda: el festival de Benidorm, en el que quedó con distintos temas primero, segundo, tercero, quinto, octavo y noveno (“lloré por primera vez de dicha”, diría); cómo adoptó la ph de la patrocinadora Phillips; cómo cantaba en clubs de alterne; su afortunada asociación con el compositor Manuel Alejandro; su doble participación en Eurovisión; su éxito internacional, en lugares tan remotos entonces como la Unión Soviética. Cuando terminó la década Raphael había sido capaz de inventarse a sí mismo y era una estrella indiscutible en España y en parte del resto del mundo, la realización viva de que los sueños del desarrollismo franquista podían cumplirse. Como el buen hijo que era, había comprado un piso para sus padres, otro para él mismo y un chalet para la familia en Fuengirola, al que llamó El tamborilero por su mítico villancico. No se le conocían novias y por su amaneramiento precursor del kitsch, aires de divo y evidente pluma, los rumores sobre su homosexualidad eran frecuentes, esto en un tiempo en el que esos comentarios se hacían casi siempre con objetivo de ridiculizar o atacar la reputación del interpelado.

Raphael y Natalia se conocieron a finales de la década en una entrega de premios auspiciada por Encarna Sánchez. Él era un ídolo y protagonizaba películas; ella había escrito más libros, como Los puntos sobre las íes y Tipos de ahora mismo (ilustrado por Mingote, que también sería invitado a su boda), trabajaba en prensa y televisión, y así la describía el ABC de 1970: “Viajes, fiestas, festivales benéficos, periódicos, televisión, todo ha contribuido a realzar la belleza, la gracia, la inteligencia de esta joven y gentil escritora. Natalia Figueroa tiene hoy una de las más acusadas personalidades del mundo artístico español. Su sola presencia garantiza el éxito. Escribe con una prosa poética y moderna, al margen de todas las excentricidades. Habla en televisión con sencillez y claridad. Toca la guitarra con gran sensibilidad. Es capaz de interpretar en el teatro complicados papeles. Puede dirigir un programa televisivo, organizar un festival o juzgar con ponderación en un concurso de belleza femenina. Vive intensamente la vida y a todos sitios le acompaña una inmensa popularidad”. Está claro que con semejantes dones ni Raphael ni nadie podría resistirse a Natalia.

Después de un noviazgo pausado y alargado en el tiempo, decidieron casarse en el 72 (el mismo año en que Vicente Parra rodaba La semana del asesino con Eloy de la Iglesia, película abiertamente gay que fue censurada de forma brutal). A nadie se le escapaba que aunque el artista fuese ya muy rico, pertenecían a dos mundos en teoría antitéticos. El rechazo inicial del padre de Natalia se superó en cuanto conoció a Raphael y quedó encantado para siempre con su futuro yerno. Otros miembros de la ilustre familia seguían siendo reacios a tener fe en la pareja, aún después del enlace veneciano. Pero más de 40 años y tres hijos después, siguen juntos. Han superado el ligero ostracismo de los 70 y 80, que consideraron a Raphael demasiado asociado al franquismo, el regreso triunfal en los 90 junto a nuevas letras de Manuel Alejandro, el abuso del alcohol, el trasplante de hígado y un montón de galas televisivas navideñas.

Natalia y Raphael son una de las parejas más asentadasdel mundo artístico y del corazón, aunque siempre les han perseguido los rumores de que lo suyo fue “un apaño”. Pilar Eyre negaba la posibilidad al hablar de este tipo de parejas en SModa: “Hay matrimonios sobre los que siempre se sospecha como el de Raphael y Natalia Figueroa o el de Alberto de Mónaco con Charlène. El primero lo conozco bien y es una historia de amor sólida en la que ambos son fieles, que ha aguantado el paso de los años”. “A mí esos rumores me han pasado siempre de largo”, declaraba Raphael a Alberto Pinteño. “Me puede enfadar que me digan que una cosa es verdad cuando sé que no lo es. Como nunca ha sido verdad, me pasa de largo. Pero estoy muy a favor de todos los movimientos estos que hay y ellos lo saben muy bien. No soy ambiguo en ese sentido, apoyo esta clase de colectivos, pero yo no pertenezco a ellos”.

Acostumbrados a tener que leer en clave, las letras de muchos temas de Raphael fueron para varias generaciones de homosexuales un mensaje de autoafirmación. Mi gran noche, Digan lo que digan, Escándalo o Qué sabe nadie (lo que prefiero o no prefiero en el amor/a veces oigo sin querer algún murmullo/y no hago caso y yo me rio y me pregunto/qué sabe nadie/si ni yo mismo muchas veces sé qué quiero/qué sabe nadie/por lo que vibra de emosión mi corasón/de misplaceres y mis íntimos deseos/qué sabe nadie) fueron himnos gays antes de que se emplease la palabra, cuando lo homosexual solo aparecía en los llamados chistes de mariquitas. La paradoja es que uno de los iconos más visibles del movimiento, por su teatralidad, su Jekyll y Hyde, su monstruosidad sobre el escenario, sea un hombre que lleva más de cuatro décadas felizmente casado con su esposa, algo en lo que pocos tenían fe. Tal vez Natalia y Raphael representan, en el fondo, la esperanza de que triunfe hasta lo más ímprobo.

Artículo publicado originalmente el 13 de febrero de 2019.

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