En ocasiones la vida se parece demasiado a un cuento de hadas como para no compararlos. Y en todavía más ocasiones el destino toma un rumbo triste y la vida comienza a parecerse de verdad a los cuentos de hadas, sí, pero a su versión más violenta y sórdida, la previa a cualquier depuración para evitar que esas historias produzcan pesadillas. Eso es justo lo que le ocurrió a Diana de Gales.
Cuando la total desconocida, jovencísima y tímida Diana fue presentada al mundo como futura esposa del heredero de la corona británica, a la prensa le faltó tiempo para escribir eso de “sueño hecho realidad” y tildarla de “princesa de cuento”. Con la llegada de dos principitos sanos y hermosos la postal parecía completa. Pero no hay narración sin un buen antagonista ni un impedimento a la felicidad, y pronto todos descubrimos que había uno, y uno de altura además: Camilla Parker Bowles.
Buena parte de la opinión pública simplemente no podía creer que Carlos de Inglaterra, frente a su atractiva y encantadora esposa, prefiriese a esa aristócrata rancia y mal peinada –el verdadero símbolo de la alta alcurnia inglesa–, de gesto adusto y a menudo malencarada. Era demasiado fácil ver en ella la representación de la figura de la malvada de los cuentos, una mezcla de madrastra, hermanastra y bruja que venía a destrozar la felicidad de la heroína. Y Diana languidecía ante los ojos del mundo, desgraciada sin ambages, generando la empatía del mundo y la subsiguiente animadversión hacia su rival.
A mucha gente no le hacen falta grandes motivos para construir un conflicto entre dos mujeres en apariencia antitéticas: es la base de multitud de historias románticas y tiene tirón. Vendía en los 80, en los 2000 con la separación de Brad Pitt y Jennifer Aniston “por culpa” de Angelina Jolie y es probable que venda durante muchos años más. Por supuesto, da igual cuánto de veracidad haya en esta historia y que el que deba lealtad a su esposa sea Carlos (o en cualquier caso Camilla a su entonces marido, Andrew Parker Bowles) . Lo que funciona es que ella sea la mala, la que “se metió”, la destrozahogares y la robamaridos. La causante de la desdicha de la querida princesa, favorita del pueblo llano, no muy culta ni muy preparada pero más real y cercana que todos los Windsor, el dolor de cabeza de la rígida corte que intentaba aprisionarla en una suerte de repetición de la historia de Sisí, otra princesa de cuento cuya realidad se tornó oscura y deprimente.
El antagonismo estaba claro: la joven y la madura; la ingenua y la experta, considerando la experiencia en una mujer algo negativo y sospechoso; el alma sensible y la dura y fría arpía; la guapa y la fea. De hecho, Diana definía a Camilla como “el rottweiler”. Claro que si se quiere que la narrativa encaje a la perfección, hay que dejar de lado muchas cosas. En este caso, que fue la propia Camilla la que rechazó a Carlos y que en realidad su figura no se adapta al prototipo de malvada de leyenda o de usurpadora de culebrón. La misma Camilla aparece como un espíritu independiente poco amiga de plegarse a las exigencias de representar a la monarquía más poderosa del mundo (o al menos así pensaba en su juventud) . Una mujer directa capaz de abordar al joven y cohibido príncipe de Gales con una anécdotas sobre que sus antepasados fueron amantes, de enamorarse de él y de negarse a sus avances durante bastantes años manteniendo a la vez una compleja amistad. Una persona en la que es, en realidad, fácil reconocerse e identificarse, al menos tanto como en la meliflua Diana que tantas veces se vendió, elevada a los altares por el sufrimiento y la fotogenia.
El cambio en la percepción de Camilla ante la gente, ante el pueblo llano, no obedece solo a una operación de lavado de imagen lenta y estudiada. Responde también a la evolución de una sociedad que lleva escrutando durante décadas el comportamiento de sus famosos como reflejo del suyo propio, y cuya visión de las mujeres como Camilla –o con la imagen de Camilla que se quiso vender durante años– se ha transformado. En el fondo, no son tan diferentes: ambas aristócratas criadas en entornos privilegiados que aprendieron pronto que les esperaban sinsabores y desgracias. Pero parece que Camilla supo llevarlas con algo más desenfado y sentido del humor. Hasta su relación doblemente adúltera con el futuro rey de Inglaterra resulta hoy algo que nos mueve a la simpatía. Al fin y al cabo, lo hizo por amor y pasión verdaderos.
Lo que parecía inconcebible en su día ha ocurrido ante nuestros ojos sin que nos diésemos cuenta: del escándalo y el “quiero ser tu tampax” a la dicha tranquila. La actual duquesa de Cornualles no es ya la villana en la sombra que impide la felicidad de la heroína. Tras el fallecimiento de Diana, su camino hacia el matrimonio con Carlos quedó allanado, pero lejos de suponer esto una afrenta a la memoria de la adorada princesa del pueblo, se ha visto como un hecho lógico, consecuencia normalizada de años de relación -más menos que más– secreta.
Los hijos de Diana le han dado su bendición y mantienen, al menos de puertas para afuera, una relación cordial con su madrastra. No son solo la familia y allegados, es el mundo que observa el que ha dado su muda aprobación a esa unión. Lo que nos queda cuatro décadas después de que nos introdujésemos a este triángulo amoroso es la certeza de que víctimas y culpables, en historias sentimentales, no son fáciles de identificar, y que a veces, si se espera el tiempo adecuado, se descubre que hasta la mala del cuento tiene derecho a su final feliz.
Artículo publicado en Vanity Fair el 31 de agosto de 2017 y actualizado.
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