Los ricos también lloran (y por qué verlo nos da placer)

“Estas gafas cuestan 25.000 dólares”, dice emocionada Dana Wilkey, de The real housewives of Beverly Hills, a cualquier persona con la que se cruza durante un episodio del reality. No eres el único incapaz de comprender la necesidad de pagar semejante cifra por unas gafas: sus adineradas compañeras tampoco lo entienden.  Nos podemos identificar con ellas –algo que rara vez ocurre si hablamos de mujeres con vestidores más grandes que un estudio– por el brillo malicioso que advertimos en sus ojos cuando comentan ante las cámaras su incredulidad: están degustando el placer de ver cómo una persona increíblemente pudiente hace algo inmensamente ridículo.

Lo mismo ocurre cuando Kim Kardashian rompe a llorar porque ha perdido unos pendientes de diamantes y su hermana Kourtney le recuerda que “hay gente ahí fuera que se está muriendo”. La diferencia radica en que Kim sabe sacar provecho de nuestro schadenfreude, la satisfacción que experimentamos ante el mal ajeno, al vender ahora merchandising en el que aparece su rostro lloroso. Quien ríe el último, ríe más rico.

Juan Eusebio Nieremberg, en su Epistolario, dice: “Mal de muchos dicen que es consuelo”. El confinamiento ha hecho que el dicho se renueve a “mal de ricos, consuelo del resto”. Forzados a quedarse en casa, influencers y celebridades dejaron de presumir de sus estilos de vida ostentosos en Instagram y pasaron a compartir experiencias y buenas intenciones. ¿Y dónde se trasladó el ansia por ver vidas inalcanzables? A YouTube y a la televisión. Si con las sitcoms buscábamos identificarnos con esas historias que se desarrollaban entre la sala de estar y la cocina, ahora nuestro superego se asoma a las mesas cuyos comensales degustan caviar de beluga y beben champán Dom Perignon como si de agua mineral se tratara, mientras miran por encima del hombro a quien hace o dice algo fuera de lugar.

La gente normal nos ha acabado aburriendo por desgaste del formato».

David Broc, crítico TV

Es posible que apretemos los labios y movamos la cabeza como si ese desliz nos lastimara, cuando lo cierto es que estamos disfrutando un nuevo sorbo del agridulce schadenfreude. Realities como The real housewives han llegado a Netflix para servirnos en bandeja de plata la vida de multimillonarias cuyas preocupaciones no son más elevadas que sus zapatos Christian Louboutin. Sus vidas ajenas a la realidad han hecho que tengan una fastuosa incapacidad emocional y conductas gélidas que nos hacen disfrutar de las nuestras con mayor dulzura. Son todo lo que nos han enseñado que no debemos ser, y al mismo tiempo, son todo lo que la sociedad consumista quiere que seamos.

“No deseamos divertirnos a costa de gente que se encuentre en una situación tan mala como la nuestra, pero tampoco reírnos de ricos brillantes, sensibles, cultos, ingeniosos, empáticos e intachables. Queremos divertirnos a costa de millonarios absurdos, idiotas, lerdos, desagradables y déspotas. Descubrir sus taras nos reconforta porque nos enseña que ese mundo idílico de diez cifras tampoco es perfecto”, explica David Broc, crítico televisivo y colaborador del programa Aruseros, de LaSexta.

Si en la anterior crisis ¿Quién vive ahí? triunfaba en la pequeña pantalla, ahora el formato se renueva con Selling sunset, un programa de Netflix en el que un grupo de agentes inmobiliarias que parecen salidas de un desfile de Victoria’s Secret venden mansiones de Beverly Hills y dejan frases para el recuerdo. “Algunos lo llaman fraude: yo lo llamo amor”, afirma Christine Quinn, una de sus protagonistas, tras contar que cuando su prometido se duerme, se compra bolsos de Louis Vuitton con la tarjeta de crédito de él y después borra de su teléfono la notificación de la compra.

“La gente normal nos ha acabado aburriendo por desgaste del formato, pero también porque no nos fascinan igual las excentricidades de un tronista de Mujeres, hombres y viceversa que las del heredero de una gran fortuna”, aclara David Broc. Nos encanta ver a los multimillonarios fracasar, y los programadores televisivos siempre repiten un mantra: “Tenemos la televisión que queremos”. Mientras que las redes sociales se encargan de mostrar las lágrimas de los ricos, que se erigen como héroes en sus perfiles, buscamos en los realities y en las series su caída libre. La serie Succession, de HBO, narra cómo una disfuncional familia adinerada lucha por conservar el poder y Exit, de Filmin, se basa en el testimonio real de cuatro inversores de éxito tan inabarcable como su amoralidad. Ambas series cuentan con personajes despreciables a los que el espectador odia tanto que ni siquiera envidia sus lujosas viviendas.

De ellos aprendemos que el único lujo que no se pueden permitir es el de gustar. “No deberíamos verlos, porque no constituyen un pasatiempo constructivo, pero nos proporcionan felicidad, placer, o la posibilidad de desconectar de nuestra realidad”, aclara la psicóloga sanitaria Amanda Blanco Carranza. También ofrecen la tranquilidad de consumir lujo en plena crisis cuando nuestra cuenta corriente jamás nos permitiría hacerlo. En momentos de recesión se impone el lujo silencioso, que como asegura Cristina Martín, presidenta y fundadora de la Asociación Española del Lujo, está ya deshaciendo las maletas para instalarse entre nosotros.

Presumir de poder adquisitivo no está bien visto en la realidad, pero la ficción sigue aceptándolo. Por eso el apartado “Alta Sociedad” de Filmin cuenta ya con más de 160 títulos destinados a hacer las delicias de los que quieren que sus pantallas muestren lujo. El canal de YouTube Secret lives of the super rich, de CNBC Prime, tiene más de 200 vídeos con mansiones de multimillonarios, sus viajes exclusivos e incluso el yate del tenista Rafa Nadal.

En ellos también aparece uno de los affluencers (influencers millonarios) más famosos del planeta, Dan Bilzerian. Con más de 30 millones de seguidores en Instagram, Bilzerian muestra sin tapujos su mansión en Bel Air, en la que no falta una inmensa cascada que vierte sus aguas en una imponente infinity pool, elemento imprescindible en las propiedades de cualquier rico y famoso que se precie de serlo. “¿Hace esta casa que mi pene parezca más grande?”, pregunta en sus redes sociales, en las que los comentarios de odio se suceden para dar una valiosa lección. Los coches, los yates y las mansiones se pueden comprar. Sin embargo, lo que más nos gusta a los que no podemos aspirar a eso es hacer saber a los que lo tienen todo, incluida la atención de medio mundo, que si hay algo de lo que no pueden disponer es de nuestra admiración.

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