Messi y la desmedida ambición de su padre, una maldición que persigue a demasiados deportistas

La noticia que ningún barcelonista quería escuchar saltó ayer a la hora de la merienda: Messi, el mayor ídolo del barcelonismo pedía salir del club a través de un burofax, un aséptico burofax, el mismo método del que según las habladurías se sirvió en su momento Daniel Day-Lewispara finiquitar su relación con Isabelle Adjani, servía ayer para que el 10 blaugrana pusiese fin a su historia de amor con el Barcelona.

Lionel Andrés Messi Cuccittini, Leo Messi para la historia, el hombre al que lloran los aficionados argentinos cada vez que amaga con renunciar a la selección, el nombre que los seguidores del Barça vociferaron durante casi dos décadas como un mantra salvador cada vez conviertía en peligroso un balón intrascendente, el titán al que los cronistas sitúan a la cabeza de los dioses futbolísticos, sin perdón de Pelé, Maradona o Cruyff, protagonizaba ayer la noticia deportiva del verano y no era la primera vez que pasaba, aunque hace cuatro años, cuando las cámaras y los periodistas se arremolinaron alrededor de un futbolista que siempre rehuye los focos nada tuvo que ver con cuestiones deportivas.

En el verano de 2016 vez la noticia estuvo en un banquillo, un terreno que le es hostil por naturaleza, aunque no esté situado al borde de la hierba amistosa del Nou Camp sino en las asépticas dependencias de la Audiencia Provincial de Barcelona de donde el astro y su padre salieron condenados a 21 meses de cárcel por defraudar a Hacienda 4,1 millones de euros.

“Yo firmaba porque confiaba en mi papá”, había declarado para exculparse, colocando suavemente la pelota al campo de su padre, José Horacio Messi, antiguo empleado de una fábrica que un buen día decidió cambiar su trabajo de operario por el de representante de un futbolista con un salario anual de 36 millones de euros y unas ganancias en publicidad de casi 30, un padre devenido en agente con tanto conocimiento de leyes, según declaró en el juicio, “como de chino básico”.

Pero el caso de Messi y su padre no es extraño en el mundo del fútbol. Ni siquiera hay que salir de la delantera del Barcelona para encontrar un fenómeno similar.Neymar utilizó la misma técnica para evadir su implicación en las presuntas irregularidades de su fichaje. Todo era culpa de “papá”. El mismo “papá” con el que comparte la portada de su biografía y que no tiene problema en zarandear a cuanto periodista pretenda perturbar la paz de su hijo. El caso Neymar abrió una brecha entre el jugador y el Barcelona que aún colea y que hace casi imposible que el brasileño, uno de los socios favoritos de Messi el área, vuelva al club, uno de los muchos agravios que Messi tiene apuntado en su libreta de rencores hacia el club.

Cada vez son más los padres de deportistas que acumulan un protagonismo excesivo en la carrera de sus hijos ya sea por su protección desmedida, por la presión a la que les someten, por su comportamiento errático o por el papel omnipresente que se atribuyen en sus carreras al convertirse en agentes, representantes y acompañantes de sus vástagos.

“La corista sin madre y el futbolista sin padre" decía Santiago Bernabéu y a tenor de los últimos acontecimientos parece que el legendario presidente del Real Madrid hablaba con bastante fundamento.

Los padres de los futbolistas ingleses Wayne Rooney y John Terry son habituales en los tabloides. El primero fue acusado de amañar partidos de la liga escocesa y al segundo lo sorprendieron organizando visitas ilegales al campo del Chelsea y vendiendo cocaína en pequeños bares. Obtenía unas ganancias de 45 euros por gramo. Su hijo ganaba en esos momentos 200.000 euros a la semana.

A veces son las madres las que meten a sus hijos en problemas. La de Casillas no tuvo problema en revelar las, por otra parte obvias, malas relaciones entre su hijo y el presidente del Real Madrid y, además, denostar al nuevo club del meta. “El Oporto es un equipo de Segunda B y mi hijo se merece un equipo de más categoría” declaró a El Mundo dejando a su hijo en una posición muy delicada ante su nuevo club cuya afición nunca llegó a perdonar esas palabras. Menor fue el fuego que provocó la de Gasol acusando a los representantes de aprovecharse de su retoño, pero también hubo consecuencias; la estrella de la NBA tuvo que salir a la palestra para disculparse.

Como también tuvo que disculparse el piloto Jorge Lorenzo ante unas palabras muy poco elegantes de su padre acerca de la muerte de su compañero Simoncelli.

Pero si hay un deporte en el que la familia ha adquirido un papel devastadoramente relevante ese es el tenis. Y no nos referimos a disputas económicas de mayor o menor envergadura como las que enfrentaron a los Sánchez Vicario sino a niveles de enajenación que dejarían a Mi hija Hildegart a la altura de un cuento de El barco de vapor.

En 1993 Jim Pierce, padre de la tenista francesa Mary Pierce, fue expulsado de un partido de su hija por diez agentes que se las vieron tiesas para reducir al progenitor de la joven promesa que por entonces contaba tan solo dieciocho años y ya era famosa tanto por sus golpes prodigiosos como por la mala baba de su padre. Dos años antes había lanzado una bolsa a la cabeza de su hija y golpeado a dos espectadores que trataron de mediar en una de sus sonadas discusiones. Sus gritos e insultos tanto a su propia hija como a sus desconcertadas rivales provocaron que la federación se sacase de la manga una regla que permitiese controlar las conductas abusivas de padres y entrenadores.

Richard Williams, padre de Serena y Venus, también fue acusado de maltrato y hasta de amañar los partidos entre sus hijas para obtener mayor beneficio económico. Y otro que intentaba obtener más dinero de su gallina de los huevos de oro era Peter Graf, padre de la legendaria Steffi Graf, que acabó en prisión por evadir 21 millones de euros. En esta ocasión la justicia supo separar al padre de la hija y ella fue exonerada de cualquier culpa.

Y de padres conflictivos sabe bien André Agassi, actual marido de Graf. En su imprescindible autobiografía Open (léanla aunque detesten el tenis, él también lo hace) desgrana su permanente lucha contra un progenitor cruel y empecinado que en su afán por proporcionar a sus hijos una vida alejada de la miseria con la que convivió en las calles de Irán, no dudó en desbrozar emocionalmente a su hijo hasta convertirlo en una mera prolongación del cordaje. Y estar a punto de destrozarlo físicamente, no hay más que recordar el episodio en el que el hermano de Agassi, al que también habían intentando convertir sin éxito en tenista de élite, le da un sabio consejo: "Si papá te intenta dar unas pastillas [presumiblemente speed], no las tomes".

Sin embargo, no todos son Saturno devorando a sus hijos. En el tenis también hay progenitores chispeantes, claro. La madre de Andy Murray se hizo célebre por halagar desmedidamente la belleza del ahora en boga Feliciano López al que no tenía pudor en comparar con las estatuas griegas y llamar pícaramente “Deliciano”. No sabemos si Alba Carrillo le habrá llamado así alguna vez.

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