El álbum de fotos

Mi madre guarda miles de fotos. No sé ni cuántos álbumes tiene. Bueno, tenía. No se los pudo llevar a la residencia, y creo que le dolió más desprenderse de ellos que dejar su casa. Los álbumes andan repartidos entre mis hermanos, no se han perdido. Aunque en honor a la verdad diré que en muchas de las fotos que guardan salen personas que no sabemos quiénes son, y probablemente nunca lo sabremos. La única que lo sabe ya es ella, y a veces te cuenta una historia y otras te cuenta otra totalmente diferente, según como le pille el día. La misma foto, varias versiones. Y no es cosa de la edad. Siempre ha sido así.

Cuanto mayor me hago menos me gusta hacerme fotos. No soy fotogénica, o al menos no me veo bien en casi ninguna. Si me pillas desprevenida, vale, pero en general me resisto y huyo, como esos gatos callejeros que se escabullen en cuanto te acercas. No sé posar y no me gusto cuando me veo, así que paso. Pero no siempre fue así.

Hace unas semanas Amante me pidió que le enseñara fotos que tuviera por ahí. No tengo el afán coleccionista de mi madre, ¿pero quién no guarda una caja con fotos? ¡Qué mona, y qué joven, y qué rubia, y qué pelirroja, y qué pelo rosa! ¡Vaya pintazas de club-kid! Los dosmiles fueron duros estéticamente. No digo nada de los personajes que salen en ellas, y de las situaciones vividas entonces, algunas rozando la ilegalidad. Ser joven y ser imbécil, el binomio indisoluble.

Las miraba y recordaba qué pasó ese día, y se lo explicaba a Amante. Ojalá me hubiera dado entonces por escribir todo lo que pasaba a mi alrededor. Ahora ya es un poco tarde para hacerlo, y seguro que se me pasan mil detalles jugosos. He olvidado muchos nombres. Tendría que inventarme la mitad, y ya no sería lo mismo. Hay quien tiene talento para fabular. Yo soy más de contar lo que me pasa, porque me ha pasado cada cosa que es de no creer.

Ayer mismo terminé de leer “La cabeza a pájaros”, de Marta Fernández-Muro, y, curiosamente, va de fotos, de reconstruir la historia de su familia tirando de los retratos familiares, de los recuerdos de infancia, de lo que sabes porque te han contado o has oído comentar a la tata o a las criadas. Lo que no sabe lo ha imaginado, y ha escrito una novela con tintes galdosianos que recorre su árbol genealógico, desde el Madrid del siglo XIX (que era poco más que un pueblo grande) al que llegó su bisabuelo con una mano delante y otra detrás, hasta el momento en que la Marta veinteañera de los setenta se marcha de la casa familiar sin mirar atrás. Una lectura deliciosa. Nada que ver con mis locuras de juventud, que pa qué contarlas ya. Tampoco se va a perder mucho el mundo literario.

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