Los actos nos definen más que las palabras. Y los actos de Melania Trump no han podido ser más obvios: sonrisas que se tornan muecas de espanto cuando su marido no la mira o el rechazo a la mano del Presidente al bajar la escalerilla del Air Force One son algunos detalles que han alimentado el mito de una Primera Dama atrapada en la Casa Blanca, esperando ser rescatada por una horda de tuiteros al acecho de cualquier mensaje de auxilio.
Por si fuera poco, una visita a Alabama el año pasado disparó las alarmas cuando su forma de moverse despertó las sospechas: «¡Es una doble!», advirtieron en redes los mismos que señalaron el gran parecido de Melania con una de sus guardaespaldas. Mito o realidad, la teoría conspiranoica ha salvado la imagen de una modelo venida a más, a años luz de la preparación intelectual de su predecesora, Michelle Obama, o de Hillary Clinton.
La tradición dictaba que se dedicara a obras sociales y a la decoración, pero incluso esas responsabilidades han quedado mermadas cuando Donald Trump se encargó personalmente de reformar el Despacho Oval. El magnate es dado a presumir de buen gusto y experiencia: es de sobra conocida su debilidad por los dorados, influencia del rococó, fruto de la imperiosa necesidad de demostrar su poderío. La Torre Trump es el paraíso de cualquier dueño de una tienda de empeños. O de las urracas.
La única labor de Melania Trump en este campo ha sido la decoración navideña, con unos posados en bosques de abetos, con nieve incluida, sacados un set de rodaje de Tim Burton. Pero la revelación de su excolaboradora, Stephanie Winston, lo ha cuestionado todo: «¿A quién le importa una mierda las decoraciones navideñas?», una brutal confesión que puede escucharse en unas grabaciones. La mayoría ha tomado estas palabras como un desprecio a las fiestas, pero también pueden ser interpretadas como la opinión de una mujer que se siente menospreciada y dolida por ello.
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