Ten siempre a Ítaca en tu mente / Llegar allí es tu destino / Mas no apresures nunca el viaje / Mejor que dure muchos años / y atracar, viejo ya, en la isla, / enriquecido de cuanto ganaste en el camino / sin aguantar a que Ítaca te enriquezca.
Son versos de Constantino Kavafis. Además de ser el poeta griego más importante de los dos últimos milenios casi por consenso, fue un visionario. Sabía que el deleite no había que encontrarlo en la llegada sino en el viaje. Y eso que a él no le dio tiempo a probar la comida de avión, pues murió en 1933 el día de su 70 cumpleaños.
Disfruto la comida de avión de manera honesta y anticínica hasta el punto de que "pollo o pasta" me parecen las tres palabras más eróticas del castellano. También las más nutritivas. A ver, que tonto no soy. Sé cuando me han recalentado tres veces el arroz en la chimenea del reactor. Lo que digo es que, en la mayoría de ocasiones, si me das a elegir a ciegas, prefiero comer en el avión de un vuelo de duración media que en un restaurante de tres tenedores.
Y no estoy solo. La última vez que volé con mi madre a Nueva York, ella pidió carne y yo macarrones. A mitad del plato me dijo: "¿Quieres acabártelo? Está bastante buena". Y yo, que siempre tengo un doble fondo en cuestiones de comida de avión, me encargué de aquel plato. Al llegar a tierra firme me confesó que estaba hambrienta.
—Pero, ¿cómo vas a estar hambrienta si te sobraba comida?—Al revés, es que estaba tan buenaque quería que te la comieras tú.
¿No es eso amor?
Sé que hay tremendos detractores. Gente que la compara con la comida de hospital por el mero hecho de que ambas raciones se sirven en bandeja de plástico. Es un grave error. En los aviones no está restringida la sal ni te ponen dieta blanda. Ni siquiera quiero subrayar demasiado las delicias que algunos chefs de estrella Michelín han plasmado en cartas gourmet que a veces tenemos la suerte de degustar. Todos conocemos también las suculentas y variadas bodegas, que por supuesto admiro, embotelladas en sus recipientes de tamaño individual —si el viaje es largo puedes optar a un par—.
Mi objeto de estudio puede ser ese simple plato de filetes rusos con judías verdes de las cilíndricas como guarnición. No hay otra circunstancia en la que yo me atrevería a ingerir esas judías, pero pasa algo ahí arriba que me obliga a comer hasta el pan de postre si es que no lo he necesitado para empujar la comida. Primero lo corto por la mitad con mi cuchillo sin filo, después unto ambas mitades con esa mantequilla tan pequeñita y a continuación echo la sal que me ha sobrado por encima. Quitarle la pegatina que sirve como precinto a esos saleros es un entretenimiento fenomenal. Todo es pequeñito, todo está ordenadito aquí, como cuando nos servían la comida en la trona de críos. Qué deleite esas magdalenas de Proust voladoras que nos devuelven a un mundo más sencillo. Estamos tan acostumbrados a la abundancia que cuando la elección es binaria parece que recuperamos algo de control real sobre nuestras vidas.
Sé que no tiene una pinta excelente, pero sabe muy bien esa ensalada. Es muy posible que le falte un toque de puesta en escena, pero nosotros deberíamos completarlo. Tampoco los Legos vienen montados cuando compras la caja.
Esta anécdota la recordaré hasta el día que me muera. Sucedió en el backstage del Festival Interestellar de Sevilla de 2019. Mi amigo Amaro se paseaba nervioso de camerino en camerino. Traficaba con botellas de agua para pasar los 45 grados a la sombra (spoiler: no había sombra) antes de saltar a escena y llevábamos dos o tres meses sin vernos. Yo le dije que había volado bastante últimamente y nos recreamos contándole cuáles habían sido mis últimos menús. También él recitó casi de memoria sus platos favoritos, y decidimos que quizá sería una buena idea montar un restaurante en tierra con esa selección gastronómica. Nos decíamos: si hay locales donde solo te venden cereales con leche, por qué no replicar la experiencia de volar sin necesidad de llegar a otro destino. Por qué no salir de tu portal, andar por tu propio pie hasta un restaurante donde sirvan lo que más te gusta comer a x mil metros de altura y estar a tiempo en casa para la serie que tuvieras a medias.
Fantaseamos imaginando contratos con todas las aerolíneas, que nos confiarían sus secretos, nos prestarían sus recetas. Por supuesto se llevarían un porcentaje. Había que hacer un excel. Nos planteamos incluso recuperar menús históricos. "Tomaré el menú Emirates de verano de 2018, por favor", diría un cliente informado.
El 7 de septiembre del año pasado leí una terrible noticia: se nos habían adelantado. Un restaurante en Bangkok gestionado por la aerolínea Thai Airways decidió servir los mismos menús en su local que a bordo, una idea propiciada por la pandemia que remití inmediatamente a Amaro y que nos supuso un jarro de agua fría. Podríamos ser los primeros en España pero ya no los precursores.
Un estudio de la Universidad de Cornell explicaba que el ambiente ruidoso, seco y en ocasiones claustrofóbico que se da en el interior de un avión puede alterar el sabor de la comida que nos sirven, pero a mí eso solo me ha pasado para mejor. No sé si será porque:
a) es la única comida al alcance
b) estamos tan altos que sientes que puede ser tu última cena
c) a) y b) son ciertas
…pero hay noches que llego a mi casa, apago la luz, enciendo una vela, pongo un vinilo de Van Morrison en el tocadiscos, preparo un sándwich mixto con todo mi cariño y, si activo el modo avión de mi móvil, me sabe mejor que un banquete de boda.
Cerraba Kavafis su poema: “Ítaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. / Pero no tiene ya nada que darte. / Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado. / Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, / entenderás ya qué significan las Ítacas”.
Hoy hace exactamente un año que cogí mi último vuelo Milán-Madrid huyendo del brote de Lombardía y el Véneto, y aquel no fue plácido que digamos. Nos han cambiado el terreno de juego y surcar los aires ahora ya no tiene ese componente de evasión feliz que acostrumbrábamos. Ojalá pronto desaparezcan las mascarillas y los geles y el miedo. Entonces Ítaca y su senda se parecerán más que nunca.
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