Las esmeraldas de Eugenia de Montijo que no heredará la reina Letizia

Eugenia de Montijo nació en una tienda de campaña dispuesta en el jardín del palacio paterno en medio de un terremoto que sacudió Granada en 1826. De haber descubierto cómo ser inmortal habría cumplido este miércoles, 5 de mayo, 195 años. Murió con 94 primaveras en el Palacio de Liria (su hermana Paca fue la consorte del XV duque de Alba), el 11 de julio de 1920.

Muy bien educada en Francia e imprescindible de los salones más selectos a los dos lados de los Pirineos, Eugenia se casó el 27 de enero de 1853 en la parisina catedral de Notre Dame con Napoleón III, supuestamente sobrino carnal de Napoleón I Bonaparte, hasta que en 2014 una prueba de ADN demostró la más absoluta ausencia de parentesco entre ambos. El de Eugenia y Napoleón fue un romance de conveniencia y coincidencia; ella era noble, cultísima, virgen, y estaba cerca en el momento en el que él, al que ya habían rechazado varias princesas reales, pasó de presidente de la II República de Francia –vía golpe de Estado, y nombrándose previamente príncipe presidente– a emperador. Como soberano, necesitaba un heredero legítimo al que legar el Segundo Imperio francés. La andaluza cumplió con su cometido; el 16 de marzo de 1856 Eugenia dio a luz a su alteza imperial Napoleón Luis Bonaparte, que fallecería con 23 años durante la guerra anglo-zulú en África. Sin heredero directo, la de Montijo repartió sus bienes como se le antojó, entre sus familiares, amigos, leales y partidarios.

¿Qué unía entonces a la emperatriz y a la reinaVictoria Eugenia de Battenberg para que la primera legase sus esmeraldas a la segunda? Eran madrina y ahijada, respectivamente, de bautizo. Lo cual resulta curioso porque la Eugenia española era católica; y la escocesa se crio anglicana, hasta que a los 18 años tuvo que convertirse a la fe vaticana para poder casarse con el rey español Alfonso XIII, en 1806. La relación entre Eugenia y Victoria fue epistolar y relativamente estrecha, incluso se visitaban de Pascuas a Ramos.

Hasta que la reina madre María Cristina de Habsburgo, la última regente en la historia de España, manifestó su rechazo por el comadreo entre su nuera Victoria y la emperatriz exiliada, a la que consideraba una conspiradora. La granadina Eugenia fue, junto al marqués de Villalobar (diplomático de la embajada española en Londres), el cerebro de la operación matrimonial que se resolvió con Victoria Eugenia en el trono de España, mientras Maria Cristina movía sus hilos para que su hijo eligiese como consorte a una archiduquesa germana.

Pese a este distanciamiento forzoso, la que fue emperatriz de los franceses hasta 1870 se acordó en su testamento de Victoria Eugenia, dejándole como herencia siete esmeraldas colombianas. En 1920 el duque de Alba, Jacobo Fitz-James Stuart –sobrino de Eugenia de Montijo–, le entregó a la reina una bolsita con estas piedras. Habían formado parte de la tiara Fontennay de 1858 con la que la emperatriz aparecía retratada en numerosos grabados y fotografías de la época, y fueron un regalo de su esposo infiel. Las esmeraldas se podían intercambiar en la diadema de diamantes por zafiros o perlas. El escritor Gerard Noel sostenía que las gemas estaban escondidas en el estuche de un abanico y que la reina española, desairada por el escueto legado recibido por parte de su madrina, casi lanza el paquete, esmeraldas incluidas, por un balcón del Palacio Real de Madrid.

Aún así, Victoria Eugenia mandó montar entonces un collar corto con las esmeraldas, enmarcadas en roleos de diamantes de gusto rococó, a la joyería Sanz de Madrid. Esta pieza contaba con nueve gemas del color de la esperanza, lo que lleva a defender a unos que Ena, como se la conocía en la familia, recibió dos piedras preciosas más de las que albergaba la tiara Fontennay. Mientras que otros sostienen que fue la propia reina la que compró un par de menor pureza para dar mayor longitud a la nueva joya.

Años después la reina encargó a Cartier, con la misma materia prima, la creación de un sautoir (collar largo) del que colgaba una gran cruz latina tallada en una sola esmeralda, de 45,02 quilates y 4 centímetros de longitud y extinguida en un trébol de brillantes, que había pertenecido a Isabel II de España, abuela de su marido. Una piedra que había pasado por las manos de todas las protagonistas de esta historia en una complejísima cadena de legados y regalos, hasta acabar por fin en manos de Victoria Eugenia.

La joyería francesa entregó el pedido, que incluía unos pendientes a juego, el 31 de marzo de 1931, dos semanas antes de que la familia real española se exiliase y de que se proclamase la Segunda República Española, en ese orden. Para hacer frente a sus gastos, Victoria Eugenia vendió en 1937 la cruz a Cartier, que se volvió a ocupar de montar las esmeraldas restantes de la emperatriz en un collar más breve, a juego con un anillo y un broche. El conjunto completo, incluidos los zarcillos de los años 30, lo lució Victoria Eugenia durante una de las fiestas celebradas con motivo de la boda de reina Isabel II de Inglaterra y el recientemente fallecido duque de Edimburgo, en 1947. Las esmeraldas del collar sumaban 124 quilates, la del anillo pesaba 16, y la del broche 18.

La década siguiente, con la mediación de Cartier, la ya viuda de Alfonso XIII le vendió las gemas al sha de Persia, Mohammad Reza Pahlaví, que las utilizó como regalo para su tercera esposa, Farah Diba, montadas en un aderezo creado por el joyero estadounidense Harry Winston. Pero Diba no las lució ni en su boda en 1959, vestida a la europea de Yves Saint Laurent para Dior. Ni tampoco durante su coronación en 1967, adornada por Marc Bohan (que sustituyó en Dior a Yves Saint Laurent), aunque existe la teoría de que las llevaba cosidas al manto, tal y como afirma la nuera de Victoria Eugenia, María de las Mercedes, en su biografía Yo, María de Borbón, escrita por Javier González de Vega.


Y así fue como, para hacer frente a los gastos corrientes de una reina en el exilio, las esmeraldas que un día podrían haber pasado a manos de la reina Letizia –vía condesa de Barcelona y reina Sofía– se quedaron en Teherán al caer la monarquía persa en 1979. Se cree que el régimen iraní las vendió y que su actual propietaria es la libanesa Rose-Marie Chagoury.

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