Hay historias que deben ser contadas a toda costa y por el medio que sea. Una de esas historias es la de Ceija Stojka (Kraubath, Austria, 1933-Viena, Austria, 2013), y en esta ocasión el medio es una exposición de pintura. De su pintura, porque Stojka -mujer gitana, austriaca, superviviente de los campos de concentración nazis-, era artista. Hasta el 23 de marzo, el Museo Reina Sofía nos acerca a su obra y a su historia, que es la de las víctimas del genocidio del pueblo gitano por el gobierno de Hitler. Y, por extensión, la de todas las víctimas de la irracionalidad y la intolerancia que habitan en el ser humano.
Ceija Sotjka nació en Karubath an der Mur, localidad de la región austriaca de Estiria. Fue la quinta de los seis hijos de Karl Horvath y Maria Sidonie Rig Stojka, pareja de romaníes, gitanosprocedentes del este de Europa. Los Stojka descendían de un linaje de comerciantes húngaros de caballos, y a esa misma actividad se dedicaban los padres de Ceija. Cuando en 1938 Alemania invadió Austria y Hitler proclamó el Anchluss, comenzaron a aplicarse en el país las leyes raciales nazis que, además de a los judíos, perseguían otros grupos sociales y étnicos como los gitanos: en Alemania, ya en 1936 los niños y niñas romaníes habían sido excluidos de toda escolarización. Dos años después empezarían las deportaciones.
Asentada en Viena, la familia interrumpió su actividad tradicional y la vida nómada que esta conllevaba. El padre y los hermanos mayores se emplearon en fábricas mientras se les permitió. Pero las cosas pronto se pusieron aún más feas, y en 1941 Karl Hovarth fue arrestado y deportado al campo de concentración de Dachau, después a Mathausen y por fin a Schloss Hartheim, donde fue asesinado junto con otras muchas víctimas. El resto de la familia sobrevivió escondida durante un tiempo, pero después fue también apresada y trasladada a la sección para los gitanos de Auschwitz-Birkenau. Ossi, el hermano menor, murió allí de tifus con solo siete años. Los supervivientes aún sufrirían distintos traslados que los separaron: Ceija pasó por Ravensbrück y Bergen-Belsen (en la Baja Sajonia), donde ella y su madre fueron liberadas por los británicos, junto con el resto de los prisioneros, en 1945. Madre e hija atravesaron entonces a pie Alemania y Checoslovaquia hasta regresar a Viena, en un trayecto que les llevó cuatro meses completar. Allí se reencontraron con los otros miembros de la familia que también habían logrado sobrevivir milagrosamente al genocidio, los hermanos Mitzi, Kathi, Hansi y Karli. Este último emigraría a los Estados Unidos unos años más tarde.
Por su parte, Ceija recompuso su vida en la Austria de posguerra, un entorno que no se había vuelto mucho más acogedor. “No encontraron domicilio durante meses”, nos explica Paula Aisemberg, una de las comisarias de la exposición del Reina Sofía. “La discriminación y la marginación aún perduraban”. Allí tuvo dos hijos, Jano (músico, fallecido en 1979) y Silvie, y se ganó la vida durante décadas como vendedora ambulante de telas y alfombras. Karli, regresado a Austria a mediados de los ochenta, fue el primero de la familia en canalizar a través de la pintura el recuerdo traumático de los campos de concentración.
Pero entonces Ceija conoció a la escritora y cineasta Karin Berger, que buscaba mujeres resistentes de la II Guerra Mundial para uno de sus trabajos. Animada y asistida por ella, Stojka volcó su propia experiencia en un libro autobiográfico llamado Wir leben im Verborgenen – Erinnerungen einer Rom-Zigeunerin (“Vivimos en secreto. Recuerdos de una gitana romaní”) que se publicó en 1988. Lo había escrito siendo prácticamente analfabeta, del mismo modo que después, con 56 años y sin formación académica en Bellas Artes, comenzaría también a pintar sola y en la cocina de su casa. Aunque fue en 1991 cuando presentó en Viena su primera exposición pública, en un principio muy pocos se interesaron su obra. Una pareja de coleccionistas y galeristas vieneses, los Meier, se contaron entre los primeros compradores y promotores de sus pinturas.
A partir de ahí, como varios de sus hermanos, siguió publicando unos libros autobiográficos que constituyen un valioso testimonio de los horrores de su tiempo. Lo mismo ocurre con su obra pictórica, que convencionalmente se ha asociado al expresionismo, pero que resulta difícil de clasificar. “Su trabajo es único, muy original y muy libre formalmente porque no se apoya sobre referencias y es autodidacta”, define Paula Aisemberg. “Tiene un uso de los colores que sí nos pueden hacer pensar en el expresionismo de un Ensor o un Munch, a veces con fulgurancias abstractas y monocromas. A primera vista una cierta ingenuidad técnica la acerca al art brut, pero no lo es”.
Y añade: “La fuerza de sus obras proviene de su capacidad para darnos su interpretación de la experiencia del mal absoluto”. Como sabemos, ese mal absoluto manifiesta una recalcitrante tendencia a volver, así que siempre procede hablar sobre él. Es decir, contra él.
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