El 28 de noviembre de 1985, Chiyo Uno llegó al Hotel Imperial de Tokyo para ofrecer una fiesta. Entre los invitados, escritores, artistas y autoridades. También muchos periodistas, a quienes siempre supo dar lo que buscaban. La novelista, editora y diseñadora de kimonos lució tres modelos distintos y se cambió de maquillaje otras tantas ocasiones, tal como hacían las novias jóvenes que contraían matrimonio por el rito sintoísta. Pero en 1985, Chiyo Uno no era ya una chica, ni se plantó en los salones del hotel que diseñó Frank Lloyd Wright para casarse, sino para celebrar su beiju, es decir, su 88 cumpleaños.
Aquella puesta en escena fue una buena representación de su vida: siempre casándose, siempre separándose, siempre escandalizando a su país, que a pesar de haberla premiado por sus escritos, siempre acababa quedándose con las anécdotas de su vida, alérgica a la tradición, rabiosamente libertina. Ahora hay una buena oportunidad de ir más allá, al menos en lengua española, pues la editorial Alpha Decay publica el 9 de septiembre Confesiones de amor, una obra en la que Chiyo se mete en la piel de un reputado artista que narra sus relaciones extramatriomoniales con chicas jovencísimas.
Un escándalo tras otro
El narrador, Jōji Yuasa, es un trasunto de Seiji Togo, padre del futurismo japonés y amante de Chiyo en la vida real: se conocieron cuando ella fue a documentarse para escribir una novela después de enterarse de que dos chicas que habían salido con el pintor se habían suicidado. Como Chiyo explicó en sus memorias, hicieron el amor esa misma tarde en el mismo sofá donde se mató una de ellas y en el que todavía quedaban restos de sangre.
Mucho de ese talante morboso y voraz que tuvo la escritora, se aprecia en todas las mujeres que aparecen en Confesiones de amor, que fue un escándalo. En sus relatos, las chicas quieren ser libres y lo parecen, pero son, de alguna forma esclavas de un deseo constante de salirse con la suya a toda costa. Él no es distinto: egotista, libidinoso –en sus cuadros el Togo real se mostraba obsesionado con las formas femeninas– y acostumbrado a conseguir a toda mujer que se propusiera. En la novelita, son ellas las que inician un cortejo que en realidad es acoso, como si la autora marcara de ese modo dónde queda la línea con la que quiere igualar a hombres y mujeres: debajo de la cintura. Por eso, el lector tiene la sensación de que el hombre y las mujeres de Confesiones de amor se contagian mutuamente de lo peor de lo que las convenciones han asignado a cada género.
Una autora protofeminista
En este libro, el protofeminismo que se le atribuye a Chiyo hay que buscarlo en el contexto, no en la trama: que aparezca el doble de veces la palabra "mujer" que la palabra "hombre"; que la protagonista no ceda el paso al señor y ande a su ritmo; que sean ellas quienes reserven la habitación del hotel… son detalles que hablan de quién era Chiyo –una descarada– y dónde vivía: en un país de fuertes tradiciones.
El libro se publicó por primera vez en1935, un año antes de que se editara Lo que el viento se llevó. La desinhibición de las protagonistas, los tira y afloja con un galán mayor que ellas e incluso una escena en la que la familia de una de las chicas pierde la fortuna y ella ve como una humillación que él quiera ayudarla son algunas de las similitudes entre ambas historias. Ahora bien,Escarlata O’Hara palidece ante el atrevimiento sexual, nunca mero coqueteo, de Takao, que además de ser una chica con nombre de varón, recuerda a la Lolita de Vladimir Nabokov, pero creada cinco años antes de que el autor nacido en Rusia le diera vida a la suya.
Pero siendo fascinantes las féminas de este libro, nada en Confesiones de amor supera en intensidad a la vida que llevó su autora, pues Chiyo fue todas las mujeres, pero también todos los hombres, que se inventó en los libros.
Un deseo precoz
A los 13 años, a Chiyo la casaron con un primo lejano. A los diez días estaba de vuelta en casa de su padre y su madrastra, pues la madre había muerto al poco de nacer ella. Aquella boda prematura tuvo lugar en 1914 y al año siguiente, murió su padre, un hombre que la había tenido atemorizada a ella y a sus cinco hermanastras y al que sin embargo, Chiyo adoraba. Falleció cuando su hija ya trabajaba en un instituto en el que formó su primer escándalo al presentarse vestida de geisha a una de las clases y hacerse novia de un profesor más joven. Fue cuando decidió abandonar su casa, en Kawanishi, para trabajar de camarera en Tokyo.
Si echamos un vistazo a la cronología que aparece en la biografía que le dedicó Rebecca L. Copeland, The Sound of the Wind, de 1915 a 1935 se casó cuatro veces y se mudó otra tantas, algo que ayudó a construir una anécdota nunca confirmada: que con cada divorcio, Chiyo cambiaba de hogar y de ciudad y por eso estuvo en Tokyio, Corea, Sapporo y Kyoto. En todos sus matrimonios tuvo amantes, algo que ella atribuía a su enorme apetito sexual, que según explicó en sus memorias, tituladas Seguiré viviendo, fue como todo en ella: imparable, precoz e impertinente. Así responde Takao en Confesiones de amor al hombre al que persigue: “Cuando esta papá soy una chica formal, pero cuando estoy sola me convierto en una desvergonzada difícil de controlar”. Una joven que cuando alguien le advierte de que él está casado, replica: “Eso es asunto suyo, ¿no le parece?”
Pasión por el diseño
“Si no diseñara kimonos, quizás mi energía para escribir se marchitara”, escribió Chiyo Uno sobre la pasión que sentía con la otra actividad que le dio fama en Japón. Llegó a tal punto, que con una amiga montó una tienda-taller en Ginza, uno de los barrios más lujosos de Tokyo. La llamó Style y la convirtió en un referente para las jóvenes que querían ir a la última. Como explica Terry Satsuki en Kimono: a Modern History, hizo del estampado con flores de cerezo su sello personal y contó con el favor de una clientela rica e influyente, gracias, entre otras cosas, a que logró que las actrices más relevantes del momento posaran con sus modelos.
Ella no entendía de apropiación cultural y por eso, también buscaba actrices occidentales para sus publicidades: “El kimono sienta bien incluso a las extranjeras”. Aún lo tuvo más claro cuando, tras visitar París, notó la fascinación de los franceses al verla pasear por el Sena con su kimono. En Confesiones de amor se percibe su pasión por esa prenda: no hay que pasar muchas páginas para encontrar alguna referencia a dicha vestimenta en sus distintas versiones: del hakama –para ocasiones formales, corto y con falda pantalón– al happi, un kimono corto que se usaba como prenda de trabajo.
Poco después lanzó al mercado una publicación a la medida de su negocio, Style, la primera revista de moda que se publicó en Japón y fichó para hacerla realidad a periodistas y escritoras como Nobuko Yoshiya, pionera de la literatura lésbica japonesa; Fumiko Enchi, una de las autoras más reputadas de su país; Sawako Ariyoshi, novelista que abordó temas como el racismo o la situación de las mujeres en el mundo rural y Masako Shirasu, autora relacionada con la diplomacia de Tokyo y reconocida, además de por sus libros, por su buen gusto entre la alta sociedad.
Como se puede ver, Chiyo Uno no estaba sola en un país donde la dureza y rigidez de las tradiciones hacían del suicidio una práctica común y pretendían que las mujeres fueran sumisas. Chiyo Uno no era la única que se atrevía a romper convenciones y a hacer su vida como le viniera en gana: fue una moga, nombre con el que se conocía en Japón a las "chicas modernas", jóvenes que tras la Primera Guerra Mundial adoptaron costumbres y modas de Occidente. Eran apolíticas y consumistas, con dinero eso sí, que conseguían ellas, pues no eran dependientes de maridos ni familias. Tampoco fue Uno la única que narró asuntos delicados –como el sadomasoquismo, el lesbianismo, el incesto, los suicidios– que se pueden encontrar en muchas de las obras de las mujeres citadas. En los años 30, la situación política paró esa tendencia y se volvió a imponer el modelo de mujer madre-esposa-sumisa. Uno fue con cuidado, pero no cambió su vida. Por eso, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, la censura prohibió Style, que volvió a editarse al finalizar la contienda, aunque de manera entrecortada.
El regreso a la escritura
Sobre el año 1955, tienda y revista empezaron a dar números rojos. Según la biógrafa de Chiyo, toda la pasión y dedicación que ponía en el trabajo no lo ponía en las cuentas y las pérdidas empezaban a ser mayores que las ganancias. Por eso, en 1957 decidió hacer un esfuerzo y, en colaboración con una agencia de modelos, organizó un viaje a EEUU para mostrar su producto. Primero llegó a Seattle, pero luego hizo un desfile en Nueva York, donde pudo exhibir su talento ante las clientas de B Altman and Company, ubicados en la 5ª Avenida y uno de los primeros grandes almacenes que se abrieron en EEUU.
Las ventas aumentaron, pero los problemas financieros eran mayores que los nuevos ingresos, y finalmente tuvo que cerrar la tienda. Pero Chiyo Uno nunca se rendía: "La alegría es una virtud; la melancolía, un pecado", le dijo en una ocasión a Phyllis Birnbaum para el New Yorker. Y con esa filosofía siguió su vida y regresó a la escritura con más ahínco.
Aunque nunca dejó los libros y los artículos del todo, reconocía como una tarea mucho más exigente la de la pluma que la de la tijera. De esos años en los que la literatura salvó su economía, son libros como Ohan, donde toma como referente a La princesa de Cléveris, novela del siglo XVII atribuida a Madame de La Fayette que además de inspirar a grandes de la literatura occidental como Marguerite Duras, inspiró a Uno, cuya novela convertiría en película uno de los grandes del cine japonés, Kon Ichikawa.
Más tarde escribió Historia de una mujer sola en la que desarrolló los mismo temas que la habían ocupado en sus inicios: “¿Qué es el instinto? ¿Miedo? ¿O quizás es simplemente lujuria?”, dice la protagonista, que tiene un apetito sexual exigente y precoz. Como la misma Uno, que lo mantuvo hasta la tercera edad, algo que siempre explicó sin tabúes. La prensa, más mojigata, la llamaba "la mujer que siempre estaba enamorada" a pesar de que Uno reconocía que la mayor parte de sus relaciones habían sido brevísimas y fruto del deseo. Aunque su vida personal acaparó tanta atención como la profesional, fue reconocida con varios premios literarios y con los años fue aceptada como una gloria nacional. Ese papel se acentúo cuando en 1983 publicó sus memorias, que se convirtieron en un libro superventas y en una serie de televisión.
Desde su primer éxito literario, vivió siempre rodeada de glamour, un estilo de vida que no abandonó ni cuando sus problemas con el fisco la obligaron a vender su mansión del lujoso barrio de Ginza. La cambió por un piso, más pequeño, pero no menos fastuoso en el distrito de Aoyama. Murió a los 99 años, pero de alguna forma, el retrato que dejaría a la posteridad se lo hizo en la fiesta de su 88 cumpleaños, cifra que los japoneses celebran de manera muy especial, por el parecido de ese número con la palabra que en japonés quiere decir “arroz”, símbolo de honestidad y pureza. Una efeméride que Chiyo celebró, más que como un cumpleaños, como una boda en la que hubo hotel de lujo, cámaras de televisión, elaborados kimonos, un pastel descomunal, música y champán, pero con una peculiaridad: el novio y la novia eran ella.
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