A Plácido Arango se le ha nombrado en los titulares desde ayer como el hombre que levantó el imperio del Grupo Vips en los años 60 después de fusionar dos cafeterías familiares en Madrid, a donde había llegado años atrás desde si México natal. Pero más allá de esa faceta empresarial con la que consiguió amasar un patrimonio nada desdeñable, Plácido tenía, en el momento de su partida, dos grandes amores: el arte, por el que ejerció un importante mecenazgo en nuestro país, y su pareja, la escultora Cristina Iglesias.
En su caso, en el terreno del corazón, se hizo bueno aquello de que a la tercera fue la vencida. Estuvo casado con Teresa García-Urtiaga, madre de sus tres hijos y tras separarse de esta, mantuvo una relación de casi dos décadas con Cristina Macaya. Al terminar esta relación, fue cuando la segunda de las Cristinas se cruzó en su camino, formando un tándem perfecto hasta su muerte ayer, a los 88 años, en la capital.
Su historia de amor comenzó en 2007. Fue entonces cuando la donostiarra se cruzó en su camino y ya nunca se separaron. Fue el Museo del Prado el que les unió. Ella es la responsable de la estatua que campea a las puertas de la pinacoteca madrileña. Él, era nombrado presidente del patronato ese mismo año.
Hija de científico y hermana de otros cuatro artistas que trabajan en diferentes campos, Cristina es Premio Nacional de las Artes Plásticas en 1999. Si bien es cierto que la escultura ha sido su vida, no menos lo es que comenzó a estudiar algo muy diferente: Ciencias Químicas. Se dio cuenta de que no era lo suyo e hizo las maletas para formarse en la Escuela de Arte de Chelsea.
Fue allí donde conoció al también escultor Juan Muñoz, donde estuvo casada hasta 2002, año en el que falleció, y junto al que fue madre de sus dos hijos que, ahora, se convertirán en el mejor soporte para llenar el vacío que deja una figura como la de Plácido: discreto, pero comprometido.
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