El arte es el motivo perfecto para viajar sin culpa y con clase: ¡A Bruselas con la BRAFA, a Maastricht con la TEFAF, a Madrid con ARCO o a Londres con la Feria del Arte Africano Contemporáneo 1-54! Es inevitable que durante estas fechas nos salga el mecenas que llevamos dentro, nos disfracemos de connaisseurs, en negro riguroso y con gafas —aunque no las necesitemos para nada—, y nos lancemos a pasear por las ferias más importantes del mundo. ¿Se os ocurre un plan mejor?
Pero os quiero decir, queridos niños, que hay que ir con cuidado a la hora de adquirir una pieza extraordinaria o salir de galerías, porque así como no es lo mismo los flamencos de la escuela holandesa que una escuela holandesa de flamenco, tampoco es comparable tener una buena colección de vidrios romanos con comprar todo el vidrio que veamos. Se debe ser realista y tener en cuenta cómo es el hogar de cada uno.
Con la moda de la cocina en el salón, por ejemplo, hay que tener mucho cuidado de que no salte aceite cuando fríes las croquetas, no vaya a ser que te salpique el Banksy recién adquirido ¡y la hemos hecho! Si has comprado en un ataque de locura —que lo comprendo perfectamente— una obra de Olafur Eliasson, debes darle máxima prioridad y colocarla en un lugar que se vea bien —y la disfrutemos todos—, pero si cuando la inaugures vamos a tener que elegir entre nuestra flamante alfombra de Beni Ouarain o practicar la vida abstemio social para no derramar sobre ella un buen rioja —algo que, de acuerdo a ley de Murphy, nunca falla—, por supuesto nos quedaremos con la pieza de estilo bereber y sacrificaremos el vino, ¡faltaría más!Para evitar dolores posteriores de cabeza, es prioritario, antes de sacar la cartera, pensar en las casas, en sus dimensiones, en el tipo de vida que llevas en ellas y en dónde se van a colocar las obras de arte.
No en vano, mi amigo J —un galerista con muy buen ojo— dice siempre que cuando hace un inventario en una “casa bien” nunca se olvida de mirar en los pasillos y en los cuartos de los niños, que es donde siempre aparece lo más insólito. Mi tío Juan Ángel, por ejemplo, era un coleccionista compulsivo y art victim que almacenaba sus cuadros en perfecto desorden en todos los armarios de su casa, para que no les diera ni gota de luz —malísima para la pintura, por cierto—, pero no tenía ni la menor idea de lo que guardaba allí dentro.
Otro tema a tratar aparte son las dichosas herencias. Si te has quedado con el retrato de tu bisabuela, no tiene por qué presidir el salón, ni mucho menos dejar que te escudriñe impertinentemente en el dormitorio. A no ser, claro está, que lo firme László, en cuyo caso creo que yo le haría hasta un hueco en mi cama.
Para Miss Manners, mi mentora inglesa favorita, hay unas normas innegociables —a saber— a la hora de colocar los objetos: si tienes obras de arte, exhíbelas de forma natural, elige ubicación e iluminación, pero a no ser que tengas la casa de lord Sandringham, por favor, que no atosiguen. Por eso mismo, es imprescindible que los premios, diplomas o recuerdos de viajes se confinen en el pasillo, la cocina, el cuarto de baño o el dormitorio, según su relevancia. Por supuesto, los retratos de tu primera boda directos al álbum y los que tienes con el Dalai Lama y Elton John enmárcalos.
Así que ojo con el arte, que tiene su peligro. ¿Será por ello que nunca me ha gustado hacerme un retrato? Tras dos generaciones —que se pasan volando—, ¡a saber en qué puesto del Rastro languideces!
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