Famosa desde la cuna, bella por herencia, icono de estilo por deseo propio, Carolina de Mónaco cumple 63 años como una de las mujeres más famosas y reconocibles del mundo. Y una, también, que parece haber sido varias a lo largo de su existencia retratada ante los flashes. Es imposible pensar que la mujer seria y feliz en su segundo plano es la misma que deslumbró al mundo desde niña por su carisma o la que se recorrió los yates y las discotecas del mundo en algún episodio díscolo de su juventud. Hay varias Carolinas y todas marcaron la crónica de sociedad por algo. Y son las siguientes.
La princesita de cuento
Los poderosos vecinos de Mónaco siempre lo definieron como un principado de opereta, pero con el matrimonio entre Rainiero y Grace Kelly aprendieron que nunca hay que menospreciar el poder de la frivolidad. Carolina fue la guinda del cuento de hadas en el paraíso fiscal. Una niña que reunía lo más selecto del viejo y el nuevo mundo: una de las dinastías más antiguas de Europa y el Olimpo de Hollywood, la prueba tangible de que ese pedregal de los casinos había encontrado su clave para trascender y convertirse en uno de los destinos más reconocibles del mundo. Hoy ya no se componen operetas, y Grimaldi y Mónaco son más que una dinastía y un lugar: son un símbolo.
La joven deslumbrante
Desde los cronistas de corte europeos a la popularización de términos como “paparazzi” o “jet set”, generaciones de seguidores de las vidas de famosos y poderosos se han forjado gracias a la existencia de mujeres tan atrayentes y hermosas como Carolina. Su puesta de largo en el baile de la Rosa, vestida del blanco virginal que marcan los cánones de la pequeña burguesía y la alta aristocracia, marcó el inicio inequívoco de que había una nueva protagonista en la vida social internacional. Fue lo que habían sido María Antonieta y Sisí o lo que sería también Lady Di; y, como a ellas, la tragedia no tardaría en acompañarla.
La novia rebelde
Como muchas jóvenes de su generación, Carolina encontró en el matrimonio la forma más directa de rebelarse contra la autoridad paterna. El marido elegido resulta tan tópico que produce ternura: Philippe Junot era un atractivo vividor diecisiete años mayor que ella con el que se embarcó en una fiesta permanente en yates, discotecas, algún robado en topless y una manera muy monegasca de entender la vida. Juntos, en la boda, ella tocada con flores en un recogido muy setentero, la diferencia de edad parece todavía mayor, aunque a ella con él se la veía genuinamente feliz. Mientras, Rainiero y Grace eran muy conscientes de que su primogénita estaba cometiendo un error y de paso dando al traste sus esperanzas de casarla con un príncipe a su nivel o por encima del mismo, como Ernesto de Hannover o Carlos de Inglaterra. El matrimonio duró dos años.
La víctima de la tragedia
Nada como el dolor para hacernos empatizar con alguien, por muy abismal que sea la distancia que nos separa de él. La muerte de Grace en un accidente de coche fue el inicio de una serie de tragedias familiares que fueron sacudiendo a los Grimaldi hasta darles ese halo de destino maldito que tan engañoso puede ser, pero que tan atractivo resulta a ojos del espectador. “Fin del cuento de hadas”, titularon los tabloides de medio mundo.
Carolina vestida de luto riguroso, con guantes y mantilla, parecía de nuevo una niña aunque acabase de recibir el título de primera dama de Mónaco, y heredar esa responsabilidad de las manos de una titana como Grace de Mónaco parecía que la condenaba a una comparación siempre desfavorable. Carolina reaccionó con dignidad y elegancia, sabiendo construirse una personalidad propia. También fueron los años de los romances con Roberto Rossellini o Guillermo Vilas. La princesa tenía 25 años pero parecía haber vivido mucho ya.
La esposa y madre perfecta
Otro disgusto para Rainiero y otro clásico de la época: Carolina se casaba embarazada de Stefano Casiraghi sin haber recibido la anulación de su primer matrimonio. La elección resultó providencial: la pareja y sus tres hijos, tan guapos, tan fotogénicos, daban sentido a expresiones como “la viva estampa de la felicidad”. Mientras Estefanía se entretenía con una carrera discográfica y amores desdichados y Alberto se divertía lejos de los focos perdiendo su atractivo año tras año, los Casiraghi eran una familia de postal. Tanto luciendo pamela en el balcón del palacio, rasos en la gala de la Cruz Roja, descalza en la cocina o de sport acompañada por su marido en alguna competición deportiva, la década de los ochenta fue suya.
La princesa triste
La absurda muerte de Stefano durante una regata provocó que Carolina se buscase una nueva vida lejos de palacio. El pueblecito francés de Saint Remy se hizo famoso por convertirse en el refugio de “la viuda de Europa” y en él fue más icono que nunca, uno inesperado que contrasta que con todo lo que fue antes y volvería a ser después. Carolina tapando su alopecia con pañuelos; Carolina llevando vestidos sencillos de flores como una novia del grunge; Carolina de la mano de sus hijos; Carolina en bicicleta o rodeada de ovejas, Carolina junto a Vincent Lindon, de nuevo enamorada, o querellándose contra los fotógrafos para pedirles por una vez que la dejasen en paz.
La princesa de Hannover
Carolina volvió a lo grande convertida en princesa de Hannover de la mano del novio que Grace hubiera querido para ella: aunque ante el mundo Ernesto aparecía como un aristócrata disoluto y de comportamiento errático, con él llegó su cuarta hija, Alexandra, y un título de relevancia mayor al que ni la separación de facto le ha hecho renunciar. La sobriedad que lucieron ambos contrayentes el día del enlace es lo que se espera de una boda en esas circunstancias; los fastos quedan para vestirse de Chanel o de Jean Paul Gaultier en el baile de la rosa o asistir a bodas reales manteniendo la cabeza alta incluso cuando su marido creaba el concepto “hacer un Hannover”.
La gran señora
Los sesenta le llegan a la princesa entre los comentarios sobre la rivalidad con Charlotte –que aparece a ojos del público una prisionera en una jaula de oro– y la estabilidad emocional. Sabe manejarse con astucia entre la segunda línea a la que la obliga su posición oficial y el protagonismo por el que sigue dando portadas y noticias sin fin, ya sea casando a sus hijos, como abuela, amiga de Karl Lagerfeld o por sus elecciones de estilo. Carolina de Mónaco ha sido tan perfecta para la crónica social que ha dejado hasta heredera. Andrea y Pierre con su atractivo evidente, sus matrimonios largamente esperados y sus recién inauguradas descendencias acrecientan la leyenda del principado, pero es en su hija Carlota donde se siente que el giro que dio a la dinastía Grace se mantiene vivo: bella hasta lo hipnótico, transmite lo mismo que su madre, esa mezcla curiosa de independencia a prueba de todo y de estar a la vez satisfecha con la vida que le ha tocado vivir. Mientras, Carolina sigue saludando desde el balcón. Sabe que el mundo continúa mirando.
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