Durante los días que duró el operativo de Blanca Fernández Ochoa, han tenido un comportamiento impuluto. Se han involucrado en las tareas para tratar de encontrar con vida a la esquiadora, pero también, sin perder la calma ni la sonrisa, han puesto su mejor cara a los medios de comunicación. Hasta ayer, cuando se confirmaban los peores presagios: su muerte.
Ayer se notaba algo distinto. Llegaban con menos ánimo que los días de atrás. Normal. Habían pasado ya tres jornadas de búsqueda sin un halo de esperanza y el optimismo, poco a poco, iba esfumándose. La familia de Blanca Fernández Ochoa recibía la noticia poco antes de la 1 y media del mediodia de ayer. La noticia de una semiconfirmación llegaría media hora más tarde.
El cuerpo hallado sin vida en La Peñota, en la Sierra de Guadarrama, era el de la medallista olímpica. Si bien es cierto que, por protocolo y por precaucion ni la delegada del Gobierno en Madrid ni el cuñado de Blanca, Adrián Federighi, confirmaban que fuese su cuerpo, que el presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, lanzase un tuit con sus condolencias, no era sino muestra de que la prueba de ADN es un formalismo.
Adrián estaba descolocado. Con un semblante muy diferente al de días atrás: el de la derrota. No era el único. Los hermanos, el hijo y sobrinos de Fernández Ochoa entraban y salían del restaurante donde estaba reunida la familia devastados. Con los signos más que evidentes de dolor en el alma reflejados en su cara. A su disposición, un equipo de psicólogos y otro de médicos para atenderles en caso de desmoronarse.
Quien no se encontraba allí era su hija, Olivia, que un día antes había decidido marcharse a Granada concentrada con la Selección española de rugby. A primera hora de la tarde viajaba hasta Madrid para reunirse con sus seres queridos y, como la pila que siempre han demostrado ser los Fernández Ochoa, pasar el duelo por Blanca.
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