Harry está haciendo algo más que seguir los pasos de su madre Diana al llevar a juicio a la prensa inglesa

Incluso desde antes de la muerte de Diana tras una persecución de paparazzi en París, Harry y Guillermo nunca llevaron bien el acoso constante de la prensa a su madre y su familia. Diana ya sabía lo que era enfrentarse judicialmente a los tabloides: en 1993, el Daily Mirror publicó unas fotos de Diana haciendo gimnasia como la cumbre de un "todo vale". Uno en el que incluso habíamos leído las transcripciones erótico-festivas de Carlos de Inglaterra y su entonces amante Camilla un año antes.

Diana demandó al Mirror, una batalla legal que se resolvió con un acuerdo extrajudicial –a favor de Diana– y que estuvo a punto de cambiar los exiguos controles de la prensa británica –el encargado del órgano que supervisaba la autorregulación de los tabloides, Lord Oliver McGregor, llegó incluso a pedir el boicot de los anunciantes al tabloide–. Aquel caso no cambió nada, e incluso el secretario personal de Diana, Patrick Jephson, advertía en The Guardian que Harry y Meghan corren "riesgos" al enfrentarse a los actuales tabloides. Sin embargo, ni Harry ni Guillermo parecen temer la vía judicial.

Los dos hermanos han demostrado que no les tiembla el pulso a la hora de demandar a los que excedan los límites: Guillermo y Kate Middleton ganaron la batalla judicial en Francia por unas fotos robadas a la duquesa. Y Harry se ha unido a su mujer, Meghan Markle, en una batalla contra los tabloides –ella por la publicación de una carta dirigida a su padre; él, por un presunto hackeo de teléfonos y comunicaciones– que los expertos aseguran que podría suponer "un momento histórico" para las leyes inglesas.

El marido de la reina Victoria, el pionero

No sería la primera vez que un royal enfadado consigue un cambio permanente. Una de las cosas que Jephson obvia es que una de las primeras batallas legales de la familia real británica contra las filtraciones la inició el marido de la reina Victoria, el príncipe Alberto, a mediados del siglo pasado. Y consiguió cambiar la legislación británica para siempre. En 1849, un avispado empresario había conseguido –a través de un trabajador cortesano– las planchas de los grabados que la pareja real hacía para divertirse, dar rienda suelta a su vena creativa y entretener a sus amigos.

Perritos, escenas costumbristas de palacio y otros momentos de intimidad formaban parte de la colección. Alberto trató de impedir en los tribunales la publicación del catálogo y la exposición de los grabados. Algo que no sólo consiguió, sino que creó jurisprudencia al introducir el abuso de confianza –por parte del exempleado de los royals– en el vocabulario legal británico.

Desde entonces, hasta la mismísima reina Isabel ha actuado contra los tabloides. En tres ocasiones como demandante, aunque no llegase a aparecer en los tribunales: en 1983 aceptó un acuerdo extrajudicial para que la entonces novia del príncipe Andrés, la fotógrafa y actriz Koo Stark, dejara de decir por ahí que dormía a menudo en el palacio. En 1993, demandó al Mirror por nada menos que infringimiento del copyright: el periódico había filtrado el discurso navideño de la reina y la autora no estaba contenta. Y en 2003 consiguió impedir la publicación de más confidencias de Ryan Parry, un reportero del Mirror que había conseguido un trabajo de lacayo en Buckingham y que estuvo dos meses contando todas las intimidades de palacio.

Pero el equipo legal de Isabel II también ha tenido que actuar en más ocasiones: cartas personales, fotografías robadas, libros de confidencias… El historial de peleas entre los excesos de la prensa británica y la intimidad familiar Windsor es bastante extenso. Pero en ningún caso habían llegado tan lejos como el incendiario discurso de Harry, en el que incluso relucía la rabia latente aún por la muerte de su madre. La otra diferencia, sin embargo, es que Harry y Meghan tienen hoy un arma más poderosa que el dinero y los abogados a la hora de guerrear contra el Sun, el Mail y su liga: una cuenta de Instagram con 9,6 millones de seguidores, sobre la que ningún tabloide tiene autoridad.

Es algo que Diana, que nunca pudo dar un paso sin que alguien grabase y luego distorsionase cada gesto y cada palabra, nunca tuvo a su alcance: una plataforma desde la que controlar su propia narrativa. Y ése es, quizás, el otro extremo del que Jephson y el resto de los que temen la batalla abierta que han planteado los Sussex no han considerado. Que los jóvenes duques no dependen por completo hoy de lo que los tabloides quieran hacer contra ellos.

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