Hace 23 años que murió Diana Spencer, princesa de Gales, y el mundo no lo ha superado. Basta una pequeña actualización de su leyenda para que Lady Di vuelva a copar todos los titulares (rosas y amarillos, pero también de moda, televisión, casas reales y hasta opinión). En las últimas semanas, esto ha sucedido por partida doble. En la serie The Crown (Netflix) acaba hacer su aparición la joven princesa, encarnada por Emma Corrin. Y, cuando se cumplen 25 años de la entrevista que concedió a Martin Bashir en la BBC, y que precipitó su divorcio, la polémica se ha reavivado; en su momento, ya se habló de los extractos bancarios que Bashir había hecho falsificar para que Diana creyera que los servicios secretos la espiaban. La televisión británica no ha tenido más remedio que abrir una investigación al respecto. A la BBC le importa su buen nombre; al público, saber si a Diana le jugaron una mala pasada. Porque sigue siendo el personaje más legendario de las monarquías. Y su fantasma, lejos de desaparecer, estará muy presente en el 25 aniversario de su muerte.
HBO prepara Diana, un documental con estreno previsto en cines para 2022. Además de recorrer la vida de la princesa, reflexionará sobre su impacto en la sociedad y cómo la opinión pública contribuyó a moldear sus decisiones. Y el cineasta Pablo Larraín (Jackie) va a empezar a rodar Spencer, una película centrada en los tres días navideños en que Diana decidió emprender la ruta del divorcio. El título ya es una declaración de intenciones: su apellido de soltera simboliza la renuncia al sueño de ser reina para abrazar el de ser ella misma. También es significativa la elección de la protagonista. En lugar de buscar una actriz británica con grandes ojos inocentes, el chileno ha fichado a Kristen Stewart, una intérprete estadounidense de fuerte personalidad y mirada herida. Y tiene sentido: al igual que Diana, Kristen vivió un cuento de hadas (la fama total, casi histérica, gracias a su papel en la saga Crepúsculo), y tuvo que despertar de él. A diferencia de Lady Di, ella sobrevivió a la muerte del “felices para siempre”.
Nuestra fascinación por la princesa reside en esa vida que quedó truncada cuando emprendía un nuevo rumbo.
Diana y Spencer son la materialización cultural de la evolución del mito de Diana a lo largo de los años. “Creo que es improbable que su imagen cambie mucho más –opina sin embargo Stephen Bates, antiguo corresponsal en la Casa Real del diario The Guardian, y autor del libro Royalty, Inc. (Aurum)–. Sus pensamientos son muy conocidos, y su personaje está fijado. Pero sigue habiendo sentimientos muy fuertes hacia ella, porque su vida terminó de forma trágica y repentina”.
El final de la vida de Diana, precisamente, ha adquirido una lectura muy específica entre las mujeres. Aunque la princesa no fue una feminista (no de forma deliberada, al menos), su historia se ha convertido en un cuento con moraleja que se escribió justo después de su muerte y que ahora descubren las herederas del movimiento #MeToo. La joven Spencer hizo todo lo que se esperaba de ella: vistió bien, sonrió, se casó con el príncipe, le dio herederos. Aun así, no comió perdices, sino soledad, depresión, ansiedad y trastornos alimentarios. Y entonces fue cuando agarró, por primera vez en su vida, el toro por los cuernos. Aireó los trapos sucios, renunció a aquella felicidad de cartón piedra y decidió salir en busca una vida real. Fue un giro valiente y, cuando le costó la vida, el público se negó a verlo como el final dramático que sigue, inexorable, a las malas decisiones. Todos se pusieron de parte de Diana y contra la sociedad que hacía que las mujeres pagaran un precio tan alto a cambio del impensable pecado de pensar en sí mismas. La activista Bea Campbell escribió todo un libro al respecto, How sexual politics shook the monarchy [Cómo la política sexual hizo temblar la monarquía], que hoy vuelve a citarse con entusiasmo. Diana fue elevada a un estatus de santidad que solo ostentan algunas celebrities de vida desgraciada y muerte precoz.
Quizá porque la joven princesa no era perfecta. Impulsiva, infantil, inculta, no muy inteligente ni bondadosa, necesitaba sentirse contemplada (su mirada de reojo, comprobando si era el centro de atención, aparece en incontables fotografías). Aunque tenía el don de hacerse querer. Sonreía, se acuclillaba para hablar con los niños, prescindía de los guantes para estrechar la mano con la calidez necesaria, y lo hacía con sinceridad. “Una de las grandes cosas de Diana es que no tenía cara de póquer –explica Annie Sulzberger, directora de documentación de la serie The Crown–. El resto de la realeza podía ser opaca en sus reacciones; ella no tenía esa habilidad”.
La familia real alentó el amor popular porque lo necesitaba. “Fue como si Diana trajera polvo de estrellas a la monarquía, una institución pasada de moda. Fue un soplo de aire fresco”, afirma Bates. Hoy, sus pequeños gestos de rebeldía –dio a luz en un hospital, omitió la obediencia a su marido en sus votos nupciales, eligió los nombres de sus hijos– nos parecen la prueba de la hiperexigencia que afrontaba. En su momento, se puso el acento en la “tolerancia” de los Windsor a estos detalles. “Diana había sido aprobada por la familia porque la creían valiosa y manejable, lo cual por desgracia no sería el caso unos 10 años después”, explica Sulzberger. En efecto, cuando la rebeldía creció y Diana verbalizó su infelicidad, la Casa Real le hizo el vacío. Y, después, Diana murió.
Parte de nuestra fascinación por la princesa, de hecho, reside en esa vida que quedó truncada cuando emprendía un nuevo rumbo. También nos atrapa la persistencia de su legado, que con los años va adquiriendo relevancia histórica. “Diana fue una oportunidad para que la familia real se modernizara, y hasta cierto punto lo logró –dice Bates–. El príncipe Guillermo está mucho más en sintonía con la vida moderna que su padre”. En efecto, Diana vive en las decisiones que han tomado sus hijos (casados con plebeyas,); en la flexibilización de los Windsor en cuanto a lo que es un cónyuge aceptable, algo de lo que se han beneficiado Meghan Markle y, paradójicamente, Camilla Parker-Bowles; y, sobre todo, en la memoria popular, donde se la sigue adorando. Su “vestido Travolta” se subastó por 268.000 € en 2013. “Creo que persiste mucha nostalgia, y la sensación de que a Diana la trataron mal, de que la familia real no la cuidó como debería –concluye Bates–. Creo que la gente lamenta, aun hoy, que el cuento de hadas acabara matándola”.
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