Naty Abascal es, desde hace muchos años, la personificación de la elegancia. Tiene una legión de seguidores que quiere saberlo todo de ella, desde cómo moldea su cuerpo –lo hace gracias al ballet fit- hasta la marca de su última chaqueta de entretiempo o su perfume favorito floral y le alaban su faceta de coolhunter (es verdad que ella llevó como nadie el bob en los 90 pero también lo es que se adelantó al peinado estrella de esta primavera: el medio recogido).
Pero hubo un tiempo en que las cosas fueron bien diferentes para ella. Venía de una buena familia de Sevilla y el hecho de que su madre fuera la primera propietaria de una boutique en la ciudad acabaría siendo decisivo en su carrera. Fue Elio Berhanyer el que dio el pistoletazo de salida cuando la invitó a desfilar junto a su hermana para él en Nueva York. Se fue con la promesa de volver en una semana, pero “por accidente –según contó ella misma tiempo después- me hizo unas fotos Richard Avedon para la revista Harper’s Bazaar y a partir de ahí la agencia Eileen Ford quiso trabajar conmigo. Y pensé: bueno, ¡voy a probar!”.
Se quedó dos años y medio, corría 1964 y la ciudad era el caldo de cultivo perfecto para el arte y la creatividad. Triunfó porque era diferente, de rasgos marcados, muy española, con mandíbula y nariz prominentes y un carácter que quitaba el hipo.
Se codeó con Dalí, Warhol, Mick Jagger o Jim Morrison mientras Woody Allen le ofrecía una breve aparición en ‘Bananas’. Fueron los años en los que se hizo íntima de Valentino y Óscar de la Renta.
Hasta que, en 1970, se casó. Murray Livingstone, un piloto de carreras escocés, fue el afortunado. Estuvieron cinco años durante los cuales Naty Abascal no renunció jamás a su agitada vida de modelo. Y, de hecho, en 1971 posó para Playboy envuelta en un mantón de manila. Sin saberlo, esas fotos se convertirían en un arma arrojadiza años después.
Tras separarse de Livingstone volvió a su Sevilla natal a visitar a su padre enfermo y la vida tradicional de la que parecía haber huido le gustó más de lo que esperaba. “Me encontré entonces con Rafael Medina, que era mi novio antes de irme a América. Y empezamos a salir” (aunque el Rafael que encontró ya no era como lo había dejado: había estado prometido con Blanca Toro y la boda se anuló –sin que trascendiera nunca el motivo- y empezaban a planear sobre su estampa las sombras de la depresión).
Cuando Naty apareció en el horizonte, a la familia del novio no le hizo ninguna gracia. Ellos, Duques de Medinacceliemparentados con la realeza consideraban que aquella mujer divorciada no era suficiente para su hijo. A lo que ella le respondió a Rafael: “tú no tienes valor para enfrentarte a tu familia, por eso no te casas conmigo”. Y él se marchó a su casa a decirle a sus padres que se casaba. Y se casó.
“Yo no estaba enamorado de ella, pero me impresionaba su físico. Otra cosa no. Días antes de la boda quería volverme atrás, pero era tarde –contaría Medina en sus memorias (no publicadas y escritas desde la cárcel). Así que me tomé dos güisquis secos y a casarme. En realidad, me casaba con la familia de Naty, que era una gente entrañable y unida que me dieron todo el cariño que no tenía en mi casa”.
Después de dos hijos y diez años de matrimonio, llegó el fin. Él dijo de ella que “era bastante sinsustancia y a veces se pasaba” y ella explicó que “el problema fue que un día Rafael dejó de ser la persona encantadora que era y con la que me había casado”.
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