· Adelanto en primicia · ‘Mi cárcel’, las memorias de la Duquesa Roja: ratas, frío y falda en sus meses de prisión

La funcionaria me detuvo antes de bajar la escalera.
—Así no se puede andar por la cárcel…
Miré mi bata gris. Efectivamente era demasiado larga y ancha, pero así me la habían dado. Pensé que entre mis obligaciones no estaba la de arreglármela.
—Usted dirá…
—Con pantalones… ¡Está prohibido llevar pantalones!
—¿Pantalones?
—Los que lleva puestos.
No pude evitar una carcajada. Efectivamente, debajo de la bata, y cubiertos hasta las rodillas por medias de sport, llevaba los pantalones azules de un chándal.
—¡Pero señorita! ¡Si es imposible verlos!
—Es igual. Debe quitárselos porque lo prohíbe el reglamento. No está bien que las mujeres lleven pantalones…
Sentí que empezaba a enfadarme (…).

Adopté un tono y una actitud extremadamente respetuosos, intentando compensar mis palabras, que no iban a serlo tanto.
—Estoy perfectamente de acuerdo en quitarme los pantalones y alguno de los cuatro jerséis que llevo puestos, pero solo cuando este edificio se convierta en un lugar habitable, donde las personas no corran el riesgo de morir congeladas.
La funcionaria alzó las cejas, tomó aire y dijo:
—Usted verá lo que hace…
—Espero no perder el juicio, desde luego…

El hombre llega a la Luna

Por aquellos días, los americanos salieron hacia la Luna. Tenía interés en ver las transmisiones en directo. Apoyada por varias compañeras, solicitamos el debido permiso, que nos fue concedido sin dificultad. El día del alunizaje nos abrirían a las siete de la mañana para ver la transmisión. Por desgracia, este se adelantó. A la mañana siguiente, las funcionarias nos contaron lo que habían visto. Ellas pasaron toda la noche frente al televisor.
—El director ha dicho que podrán ver todos los programas de la Luna que pongan durante el día. Así, se convirtió en una fiesta inesperada. (…)
Por la tarde pusieron un interesante documental donde se explicaba puntualmente la historia de la astronomía a partir del primer Sputnik. Para muchas de mis compañeras, la realidad de los viajes espaciales fue una revelación. Ignoraban que el hombre hubiese llegado más allá de la atmósfera. Por otra parte, hubo que explicarles lo que era la atmósfera. Después de cenar estábamos en el patio. A falta de novedades, comentamos el acontecimiento.
—¿Pero usted se lo cree? Pa mí que eso es un cuento. Cosas que hacen de propaganda, porque nadie puede llegar a la Luna…
Manifesté mi absoluta certeza del éxito del viaje. La mujer hizo un gesto de duda.
—No creí que a usted podían engañarla así de fácil.
Entonces se me ocurrió la idea de una encuesta. Esta se limitó a dos preguntas: “¿Crees que los hombres han llegado a la Luna? ¿Crees en Dios?”. El resultado me pareció notable. De las cuarenta y tantas interrogadas, más de un 75% creía firmemente, y sin ninguna duda, en la existencia de Dios, pero se negaban a “dejarse engañar” en cuanto a la Luna, explicando con gran seguridad y facilidad lo que habíanvisto: “Esto se ha fotografiado en una montaña, pero aquí en la Tierra”.

Pobreza en la prisión

Por entonces empezaron a salir verdaderas colonias de ratas. Las había siempre, pero ahora lo invadían todo, incluso los locales donde estábamos reunidas. A veces entraban en las celdas, mordisqueando nuestras provisiones. Los dientes pequeños quedaban marcados en la barras de chocolate e incluso en tomates. De noche, trotaban por la galería de madera, rascando las tablas cuadradas que nos servían para tapar el retrete. Ratas de alcantarilla buscando salida. Aunque no podían levantarla, colocábamos cosas sobre ella. Precaución inútil que, sin embargo, tranquilizaba nuestro espíritu.

La luz se apagaba a las once y media, cuando terminaba la televisión. A partir de esa hora procurábamos no utilizar el retrete. Si lo hacíamos, nos acercábamos andando despacio. Lo peor que se puede hacer es acorralar a uno de estos animalitos. Luego golpeábamos la madera. Se las oía resbalar por el bajante, alejándose de un peligro imaginario. Ya podíamos sentarnos.

Cartas a un conde

Yo también escribí al principio. Dos largas cartas destinadas a toda la familia. (…) Hablaba de filosofía, y me referí al experimento de Pavlov. No llegaron.
—¿Qué pasa con mis cartas, señorita?
—Se habrán perdido…

Un día me llamaron al despacho.
—Tiene usted una gran intimidad con el conde de Niebla…
—Pues sí. Bastante.
—Un tono excesivamente íntimo, me parece.
—A mí, no. Es cuestión de criterios.
—Con los amigos no se suelen usar determinados términos.
—Con los amigos no sé. Da la casualidad de que el conde de Niebla es mi hijo.

© Fotos Cortesía Editorial Renacimiento

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