En la escena clave de la película Drive, un silencioso conductor se introduce en un ascensor con la mujer que ama y un desconocido. Cuando inician el descenso hacia la planta cero, el conductor extiende el brazo hacia atrás, se gira y besa de improviso a la mujer para segundos después (los que dura el beso) darse de nuevo la vuelta y asesinar a sangre fría al desconocido. Nadie lo vio venir. Nadie esperaba esa sucesión de acontecimientos porque atisbar alguna señal en el lenguaje corporal de ese conductor –maravillosamente interpretado por Ryan Gosling– era imposible. La cara de póquer o el rostro que apenas trasluce emociones inició en ese instante, en esa escena y podríamos incluso decir que en esa película una nueva vida en el cine moderno. Pero antes, mucho antes de que Gosling hiciera del no hacer nada un arte, un tal Alain Delon alcanzaba la perfección en esta disciplina durante los años sesenta y setenta del siglo pasado, y lo hacía ataviado con una gabardina y con un cigarrillo que colgaba de la comisura de sus labios y que podía permanecer intacto durante varios minutos.
Los ojos azules. Las ojeras. El cigarrillo. Él.
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Se tiende a pensar que los iconos con los que uno convive son únicos y se olvida que antes de Pitt hubo un Redford, antes de DiCaprio un Newman y antes de Jessica Chastain una Isabelle Huppert. Será por nuestro narcisismo patológico, porque pensamos que defender la tierra que uno pisa implica afirmar que cualquier tiempo pasado no fue mejor o por pura vagancia y desdén hacia los libros de historia. Los hay que cuando comienza una película en blanco y negro en un canal cualquiera se sienten obligados a verla, quizá atraídos por ese pasado, y los hay que apagan la televisión en menos de lo que se tarda en decir “ciao”. En cualquier caso, observar a Ryan Gosling en acción es tener delante a Alain Delon sin saberlo (o sabiéndolo). Es ver al primer Ripley (sí, antes que Matt Damon); al primer gran amor de Romy Schneider; al primer icono del cine negro francés de los sesenta y setenta; al primer rostro casi perfecto, con permiso de Jared Leto, que aguantaba los primeros planos más largos y difíciles.
Alain Delon tiene ahora mismo ochenta y cuatro años. Ha sido galardonado en el último Festival de Cannes con un premio honorífico por toda su carrera. La escena del ascensor de Drive y la manera de interpretar de Ryan Gosling no habrían sucedido sin él, sin tantos otros. El pasado es el presente, y estas cinco películas ayudan a disfrutar y comprender el cine de ahora. Gosling incluido.
Fotograma de «El Eclipse».© CordonPress.
El Eclipse (Michelangelo Antonioni, 1962)
Un corredor de bolsa y una joven traductora inician una relación en la Roma de los años sesenta. Principio y fin. Pero con Antonioni detrás de la cámara, lo mejor son los entreactos: los minutos de soledad posteriores a un encuentro, la minutos anteriores al primer beso, las primeras horas de la mañana y las últimas de la noche, cuando no hay nada más que el mundo y uno mismo. El Eclipse es el último capítulo de la trilogía dedicada al “malestar moderno” del director italiano, en la que también se incluyen La Aventura y La Noche. Es una película corta que sin embargo se alarga en el tiempo por el estilo con el que se filmó: la cámara sigue a los personajes sin prisa, las conversaciones son largas y con muchos silencios (con la única excepción de las escenas que transcurren en la bolsa de Roma) y la trama no conduce a ningún final. En el blanco y negro de Antonioni a veces se tiene la sensación de estar soñando y sin embargo retrata con exactitud aquello que se siente y no puede expresarse, esa tristeza que los enamorados perciben y no comprenden. Y por eso resulta tan difícil hablar de esta película. Atención a los últimos dos minutos.
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El círculo rojo (Jean Pierre-Melville, 1971)
Corey (Delon) acaba de salir de la cárcel y tras una serie de casualidades termina abriendo el maletero de su coche y topándose con Vogel, un preso fugado de la justicia. Ambos deciden unir sus destinos para atracar una prestigiosa joyería parisina. Esta historia de policías y ladrones es el sueño hecho realidad de cualquier cinéfilo y de cualquier persona que desee pasar dos horas y veinte minutos con los sentidos atrapados con lo que sucede en la pantalla. Decir que se trata de una película elegante sería quedarse corto y afirmar que es un estupendo thriller también. Los personajes de Jean-Pierre Melville hablan poco pero hacen muchas cosas, es decir, las imágenes son más poderosas que las palabras y eso que el metraje arranca con una cita de Buda. Mención especial para la aparición de Yves Montand y para la escena del robo, posiblemente una de las mejores de la historia del cine y capaz de poner los nervios de punta a la mismísima Reina de Inglaterra.
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La Piscina (Jacques Deray, 1969)
La lista de placeres que implica ver esta película es amplia, pero haciendo una esfuerzo de resumen podría decirse que contemplar a Romy Schneider y Delon –pareja en la vida real por aquel entonces– en el momento cumbre de su talento y belleza pasando unas apacibles vacaciones en una encantadora casa de la Costa Azul es un motivo que se basta y sobra por sí mismo. La Piscina es también la primera película de una tal Jane Birkin, que aunque jovencísima ya apuntaba maneras en lo que estilo se refiere, y un fabuloso thriller a cuarenta grados en los que el calor y la tensión sexual invaden cada plano. El argumento es muy sencillo: dos parejas de amigos pasan juntas unos días de vacaciones cuando se produce un desagradable incidente. Luca Guadagnino realizó un remake de esta cinta hace un par de años (Cegados por el sol) con Dakota Johnson y Tilda Swinton como protagonistas que no tiene nada que envidiar a la original, así que ver ambas el mismo fin de semana es un plan redondo.
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Crónica Negra (Jean-pierre Melville, 1972)
Si has seguido las recomendaciones de este artículo y has visto El círculo rojo y te ha gustado, Crónica Negra promete darte doble ración de tu postre favorito. Un grupo de ladrones realiza un atraco casi perfecto a un banco y decide dar otro golpe antes de que la policía los busque por tierra, mar y aire. El único problema que se les presentará es que el comisario que unirá los hilos y les aguará la fiesta no es otro que Alain Delon, cuyo personaje queda definido en los primeros segundos de película a través de esta cita: “los únicos dos sentimientos que los hombres corrientes provocan en un policía son la ambigüedad y la burla”. La última película de Melville fascina desde el primer hasta el último fotograma gracias a una tensión que va in crescendo, a unas escenas tan bien rodadas (el asalto al tren es pura dinamita) que resulta imposible mirar hacia otra parte y a una serie de planos en forma de miradas y frases que conviene debatir (mucho) a posteriori. No es solo una película de ladrones. Es la película que Hitchcock y Truffaut habrían rodado juntos.
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A pleno sol (René Clément, 1961)
El personaje de Tom Ripley, ese joven estadounidense de pocas palabras cuyo único gran talento es imitar y copiar a las personas que despiertan su fascinación, ha protagonizado nada más y nada menos que cinco películas y cinco libros. Una vez más: gracias, Patricia Highsmith, por haber creado a uno de los villanos más interesantes y con los que a su vez más fácil resulta identificarse (¿quién no ha querido ser otro alguna vez?). A pleno sol es la primera cinta sobre Ripley –interpretado por Alain Delon– y sin duda una de las mejores, con permiso de la versión que se rodó en los noventa con Matt Damon, Gwyneth Paltrow y Jude Law. La adaptación de Clément es todo lo estéticamente apetecible que requiere el argumento –niños bien de vacaciones en Italia–, pero resulta más inquietante, más oscura y parte o toda la culpa es de la mirada de Alain Delon: ojos azules que despitan por su belleza, pero que acechan. Ni Matt Damon ni todos los que vinieron después se acercaron a una mirada similar.
Los ojos azules. Las ojeras. El cigarrillo. Él.
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