En la playa, cuando quiero bañarme, prefiero la marea alta. Te levantas de la toalla, o ni siquiera has llegado a extenderla ni a tumbarte, miras el agua y corres hacia ella como atraído por un imán. En pocos segundos estás dentro, en otro lugar y en otro tiempo. Luego ya seguirán girando el mundo y los relojes. Ese instante no cuenta en ninguna dimensión. Es solo tuyo. La marea baja reduce, para mí, el magnetismo. Debes recorrer la arena húmeda y apelmazada buscando la orilla y caminar más y más hasta perder pie y sentirte, de verdad, dentro del agua. Después tocará el regreso a tierra. Siempre son más complicados los viajes de vuelta. Está todo escrito. A ver qué hubiera hecho Ulises buscando su sombrilla desde la distancia viendo mal de lejos.
Pero, en cambio, prefiero la marea baja si la playa no es la playa del baño, sino la playa de la orilla, del camino; la playa compartida. Resulta más evocadora. Más romántica. También más irreal. A cada paso sientes el agua retirarse y llevarse con ella la arena. Te mueve la tierra bajo los pies y eso tiene algo de incertidumbre y de cambio; de nervios y de emoción; de vida. Tampoco ese instante puntúa en ningún sistema de medida ni aparece en ningún mapa.
Nunca me pregunto de dónde viene el agua cuando sube la marea y conquista la tierra, aunque me obligue a retroceder como un soldado torpe, una y otra vez, para no mojarme. Pero sí me pregunto, en cambio, a dónde va el mar cuando desaparece con la bajamar. Supongo que lo mismo sucede con todo aquello que amamos. Solo nos preguntamos dónde va cuando lo perdemos. Solo entonces nos percatamos de su ausencia y del hueco que deja. De la vasta orilla de arenas movedizas que nos descubre y que transitaremos solos. Quizá, pienso, sea un error. Por bella y salada que sea la nostalgia, tal vez deberíamos (debería) preguntarnos (preguntarme) más por la presencias; de dónde viene y por qué aquello que nos hace feliz. Aunque sea para estar seguros de qué haremos todo cuanto podamos para que no se convierta nunca en ausencia.
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