El 18 de septiembre de 2018 la Fundación Carlos Edmundo de Ory, que por decisión del poeta atesora su inabarcable legado y está presidida por su viuda Laura Lacheroy, lanzó este tuit: “Empezamos nuestro viaje por la biblioteca de #CarlosEdmundodeOry con su ensayo sobre #GarcíaLorca. Se publicó traducido al francés, pero está inédito en español. #Lorca, Éditions Universitaires, 1967”. El mensaje pasó prácticamente desapercibido, salvo para quien se dedica a encontrar joyas ocultas de la literatura: un editor. David González, director y fundador de la editorial sevillana El Paseo, que no podía creer que estas páginas hubieran permanecido ajenas a la literatura lorquiana durante tanto tiempo.
Esta es la historia de un libro oculto, ignorado a conciencia por Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923- Thézy-Glimond, 2010), poeta traductor, ensayista y creador a contracorriente, y del capítulo sobre la amplia deuda de Lorca con el poeta modernista Salvador Rueda, hasta entender el gaditano que parte de la obra poética del granadino era una copia. “Tratándose de un artista escrupuloso de la autenticidad como era Lorca, parece impropio sacar a relucir plagios o imitaciones serviles. […] No obstante se hacen visibles numerosos calcos demasiado literales”, escribe Ory en Lorca, un ensayo que ahora publica El Paseo.
Un lector voraz autoexiliado
En 1966, se cumplía el 30 aniversario del inicio de la Guerra Civil española y con él, la moda editorial sobre la contienda y sus grandes iconos. Como recuerda el periodista y estudioso Víctor Fernández (Palabra de Lorca: declaraciones y entrevistas completas, Malpaso Ediciones) son años en los que en Francia coinciden varias publicaciones lorquianas, como Infancia y muerte de García Lorca, realizada por la hispanista y fundadora de la revista Marie Claire, Marcelle Auclair, quien conoció personalmente al poeta y fue amante de Ignacio Sánchez Mejías; o los estudios de André Belamich, que vieron la luz también en Argentina en la mítica editorial Losada. “Entonces, en Francia, consigue adeptos con una fuerza insólita para un poeta español, más allá de lo folclórico, interesaba como símbolo de lo que había sido la primera represión”, subraya Fernández.
Por entonces, Ory ya vive autoexiliado en Francia, como hijo de familia bien, nunca fue perseguido, pero en la España de la represión tenía poca cabida un habitual de los márgenes como él. Hipersensible y lector voraz, se adentró de niño en la biblioteca de su padre, don Eduardo, cónsul, amigo de Alfonso XIII e íntimo de Rubén Darío. Pronto prendió en él la llama de la poesía –decía que escuchaba el mar desde el vientre de su madre, como una caracola– pero no el ansia de fama. En la serie documental La vuelta a Cádiz en 80 mundos (1999), Ory confesó al escritor y periodista Juan José Téllez, hoy miembro del Patronato de la fundación, que nunca le interesó pertenecer a los círculos literarios ni protagonizar tertulias. Por lo que llegado el momento, se marchó al país vecino y, a modo de protesta, quemó su biblioteca española y empezó de cero. También con Lorca.
De la admiración a la burla
Cuando acepta el encargo de escribir su biografía, a Ory le mueve un objetivo: la sinceridad. “No tengo miedo de escribir sobre Federico, sobre su obra. Es un trabajo apasionantey lleno de riesgos. No me importa lo que hayan dicho otros críticos, otros biógrafos. Espero que mi único mérito sea la visión. Más vale equivocarse que ser pedante”, describe consciente de lo que supone acercarse a un tótem de la literatura universal.
Hasta entonces, su relación con la obra lorquiana había tenido dos etapas: una primera de fascinación de juventud que lo llevó a publicar un Romancero de amor y luna (1941) que hoy se lee como la voz de un “Lorquita chico”, refiere González Romero; y una segunda, de repudio y mofa, hasta el punto que lo parodió junto a Eduardo Chicharro, con el que en su etapa en Madrid, de 1945 a 1950, fundó aquella vuelta de tuerca sobre todas las vanguardias literarias que fue el Postismo –y al que pertenecieron singularísimas voces como Fernando Arrabal o Gloria Fuertes–. “Volver a Lorca a mediados de los 60 era como hacer un examen de conciencia literaria, desde más allá del legado lorquiano”, defiende el editor.
Si lo que se escribe es reflejo de cómo se es, el modo en que se trabaja es el espejo de las obsesiones que uno arrastra. El original del mecanoscrito de este ensayo, en español, es un fajo de hojas blancas en papel de calco, a una sola cara y agrupadas dentro de una fundilla de cartón color azul grisáceo con correcciones a mano normalmente en bolígrafo rojo, describe Ana Sofía Pérez-Bustamante, patrona de la fundación y profesora de la Universidad de Cádiz, en el completísimo estudio preliminar de la nueva edición. Que escribiera en papel de calco hace pensar que una de las copias fue a parar a la editorial francesa y la otra se la guardó y es la que ha llegado hasta la fundación, “llena de marcas y anotaciones por delante y por el reverso fruto de sus muchas relecturas”, abunda el editor.
Junto a este fajo de hojas con tachones y símbolos ininteligibles, se encontraron decenas de libretas con un primer borrador, infinidad de papelitos con apuntes, otros cuadernos con todo tipo de anotaciones y carpetas repletas de recortes de prensa y revistas, sobre todo españolas, con noticias sobre Lorca, un material que ilustra, según la responsable de la edición, “el trabajo meticuloso, laberíntico, casi maniático” de Ory, que excedió la fecha de la publicación del libro en francés.
Una traducción gafada
Sin embargo, después de este titánico esfuerzo documental y de reescritura, el libro nació sin fortuna. En Prender con keroseno el pasado (Fundación Lara, 2018), biografía de Ory, el profesor José Manuel García Gil relata cómo el desamor marcó el devenir de esta obra: estaba atravesando una traumática separación de su primera esposa, Denise Breuilh, habitual colaboradora y traductora de sus trabajos con la que convivía en París. Sin poder contar con ella para la traducción, la editorial le encomienda la tarea a Jacques Deretz, en palabras del gaditano, “un verdadero pelma”, “correcto quizás, a salto de mata”, pero sin un verdadero dominio profundo del español.
La traducción se retrasa, el editor se desentiende y pretende que sea costeada por el autor. Hoy no se sabe si alguien pagó al traductor, pero sí, en cambio, que Ory no cobró. “Ni siquiera recibió primeros ejemplares”, desvela Pérez-Bustamante, “por lo que en diciembre de 1967 escribe a Ginés Liébana, hoy último autor vivo del grupo Cántico, para que mire en alguna librería parisina si su libro ha salido ya a la venta”. Ory para entonces ya vivía en Amiens, en cuya Universidad fue profesor de Literatura hasta su jubilación.
Finalmente, el Lorca de Ory ve la luz en la colección Clásicos del siglo XX, pero el resultado no compensó tanto esfuerzo, ni por la traducción, ni por la recepción. “Y como en otras ocasiones, prefirió no hablar de él”, apunta Ana Sofía. De hecho, prácticamente ignora este libro y a Federico en su monumental Diario de un escritor, mil páginas de memorias repartidas en tres volúmenes que empezó a escribir a los 21 años: “Lo que allí recoge de su libro dedicado a Lorca es realmente poco, impersonal y nada entusiasta”. El interés de Ory sobre Lorca ha sido hasta ahora una cuestión silenciada, “tanto por Carlos”, opina Pérez-Bustamante, “como por sus amigos críticos y poetas. Se ha querido que prevalezca la imagen que el propio autor diseñó para sí: un poeta exiliado, libertario, ácrata, extranjero, cosmopolita, antinacionalista, antirregionalista, anticostumbrista y transnacional”.
Con todo, sí pudo aprovechar el material para algunas conferencias que dictó –y cobró– en España y en un artículo que escribió en 1971 para la revista Cuadernos Hispanoamericanos –hoy disponible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes– sobre el influjo en Lorca del poeta malagueño del Modernismo, Salvador Rueda, que no es exactamente el mismo texto que el que ahora ve la luz, pues no ofrece todas esas anotaciones tan propias de las reescritura de Ory que incluye la edición de El Paseo.
Las trampas del poeta
En el prefacio a esta biografía, Ory escribe: “Siendo poeta, antes que crítico conozco las trampas y los milagros del oficio”. Una forma de anticipar al lector que la suya no será mirada arrebatada por el mito, sino de extrema rigurosidad exclusivamente sobre su producción. “En España, la figura de Lorca, por su embrujo y su gracia, domina sobre su obra”, opina.
Así, capítulo a capítulo, Ory destripa el imaginario lorquiano con una visión que prescinde de los tópicos tan largamente manoseados: el color verde, la homosexualidad o el gitanismo, del que llega a decir “¡Ay yayayay! Basta remedar este largo jipío para evocar el estilo onomatopéyico de un Lorca caricaturizador de la desesperanza de los gitanos”.
Sin duda, el de Cádiz reserva grandes dosis de finezza –una sobria manera de guasa gaditana– en las páginas de Lección de Salvador Rueda, el capítulo dedicado a la amplia deuda –ocultada intencionadamente por Lorca, opina– con la obra del modernista malagueño, poeta del círculo de Eduardo de Ory. Tal es su empeño en demostrar que el influjo fue mucho más que una huella que al final del libro dedica un extenso apéndice en el que se consagra, con precisión de bisturí, a analizar verso a verso las analogías y calcos entre ambos, como se ve en las imágenes que acompañan. “La misma fama de Lorca […] convierte en tabú la supuesta incidencia del plagio”, anticipa.
Pero, ¿plagió Lorca a Salvador Rueda? Responde Ory con lo que dejó escrito: “Es un hecho palmario, bien que aparentemente y absolutamente decisivo, el impacto expresivo y verbal de Rueda en la cosa de Lorca, aventuradamente, y por vía de literalidades conceptuales y metafóricas”. Y sigue: “Habiendo encontrado una cantera de ideas, conceptos y vocabulario en el poeta malagueño, Lorca callaría la deuda contraída con su predecesor. Excepto cuando se refería a sus amados clásicos –Góngora, el granadino Soto de Rojas y demás modelos tradicionales- siempre adoptaba una distancia crítica dictatorial para poner en su sitio final a sus maestros inmediatos”.
“¿Era irrespeto o conciencia de superación?”, se llega a preguntar Ory, sobre todo, teniendo en cuenta que para Juan Ramón Jiménez, Rueda también dejó su huella y el de Moguer “lo confiesa sin escrúpulos en las cariñosas líneas de recuerdo” que le escribe en El Colorista Nacional.
Sobre el vocabulario lorquiano, expone que “toda una serie de vocablos ruedescos, determinantes de conceptos y sintaxis figurados, entran a formar parte de los versos de los primeros libros de Lorca, hasta el Romancero gitano, inclusive”. En Muerte de un poeta español. Salvador Rueda, el poeta y crítico postmodernista Enrique Díez-Canedo opina que “fue Salvador Rueda quien mostró la posibilidad poética de la mosca, la lagartija, la curiana. Esta fuente, en determinado aspecto de la genial inspiración de Lorca, está por estudiar”, según se recoge en la biografía de Ory.
Una teoría que no prosperó
Si a ojos de Ory, la apropiación lorquiana podría entrar en la categoría de “semiplagios” o “plagios completos” y siendo el autor más estudiado de la Literatura española, ¿por qué esta teoría no prosperó? Para Víctor Fernández, la clave de esta biografía es que Ory escribe desde ”la intuición de poeta y como tal conoce el oficio, la historia de la Literatura, él sabe ver los mimbres con los que está hecho el cesto”. Además, situándonos hace 52 años, “cuando escribe estas páginas no sabemos tanto del poeta como sabemos hoy, por eso su visión es tan fresca y tan estimulante”.
Sin embargo, sobre la huella-influjo del poeta malagueño, Fernández opina que “Salvador Rueda es un poeta modernista y el primer Lorca es modernista y no lo esconde, lee a Villaespesa, un autor muy olvidado hoy, a Rubén Darío, al primer Juan Ramón… Hay una deuda del joven Lorca de todos ellos. Esto lo reconoce el propio Ian Gibson”. Sin embargo, “él bebe de muchos sitios y el resultado final, a veces, tiene muy poco que ver con su influencia, con el punto de partida”.
“Pero no me preguntéis por lo verdadero y lo falso,
Porque “la verdad poética” es una expresión
que cambia al mudar su enunciado.
Lo que es luz en Dante puede ser
fealdad en Mallarmé".
Estos versos de Lorca, tan elocuentes, anteceden uno de los capítulos del libro más desconocido de Carlos Edmundo de Ory, un poeta indescriptible.
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