Conozco todos los granos de arena de esa playa

Fer Vallespín.

Organizo todo mi verano para que esos dos días y medio queden bien despejados. De momento van tres años en los que Jesús y yo nos liberamos el segundo viernes de julio y el fin de semana al que sirve de alfombra roja. Él sale de Valencia y yo lo hago antes, desde Madrid, para encontrarnos a media tarde en la playa de Alcossebre (Castellón) de la que guardo fotos emocionantes de infancia, de cuando mi familia estaba completa.

Cuando nació mi hijo lo llevé con su madre al mismo paseo marítimo en el que figuramos mi hermana, mi padre, mi madre y yo en un marco de su salón. Y repetimos la foto. Las personas cambiaban, menos yo. El sentimiento de encajar piezas, unas por otras, en aquel puzle permanecía.

Después, mi ex mujer y yo decidimos separar caminos, pero sobrevivió algo inmutable —el destino—: un pueblito del municipio de Alcalá de Chivert con apenas 2.000 habitantes censados y el mismo alcalde desde hace 14 años. Nunca he tenido casa allí y trampeo webs de hospedaje hasta que damos con la ideal.

A principios de los 90, cuando las vacaciones infantiles eran de tres meses y a los adultos no les importaba pasar dos semanas en el mismo sitio, mi padre nos preguntó si nos apetecía quedarnos una quincena más. Entonces los apartamentos no se buscaban en el móvil sino que paseabas por el pueblo a la caza de carteles. Ese mismo día arregló una cita, acordó un precio justo con un apretón de manos e hicimos una pequeña mudanza. Era la playa del día de la marmota, con olas por la mañana, salas recreativas a la hora de la siesta y cine de verano después de la cena.

Creo que no hace falta ser un pirado nostálgico para buscar algo de eso de vuelta. Y no es la ortodoxia transgeneracional que había imaginado, pero ahora me acompaña mi amigo y se está convirtiendo en algo importante para los dos. Podríamos habernos adaptado a su cápsula del tiempo, pero se ha pegado a la mía y lo hace con generosidad. Me entiende. Así que una temporada más —“con esa perseverancia y ganas de rutina milimétrica”, según sus propias palabras —, repetiremos ritual en una versión casta de El año que viene a la misma hora.

Por las mañanas desayurenamos en esa cafetería de camping, temprano, con la misma brisa de mar que recrea ahora mismo el ventilador de mi salón. Un aire templado y noble como para quedarnos pidiendo cafés solos todo el día. Las únicas citas cerradas son ese restaurante gastronómico en el que solemos cenar la primera noche y el que está arriba de la montaña, donde preparan un arroz al senyoret de medio dedo de grosor que comemos directamente de la paellera.

Uno de los dos aparecerá también con una buena botella de whisky con la que brindar en las rocas nada más llegar. Cada trago es nuestra particular hoguera de San Juan, y lo que nos quema es la garganta y los recuerdos generados desde el último brindis. Y hablaremos de libros (de los que leemos y los que escribimos), de la gente excitante que hemos conocido, de lo que echamos de menos a nuestros padres y de cómo esas cicatrices hacen que otras nuevas no duelan apenas. Pero también de las películas que nos emocionan. No tienen que ser muchas, pero sí importantes. Haremos muchos rankings —entre las de Tarantino casi siempre decidimos que Érase una vez en Hollywood ya habita en el top 3 y sigue escalando—. Y en nuestros desplazamientos solo sonará aquella primera primera playlist de 2019 —que vamos ampliando— llena de sintetizadores y de Robyn.

Más tarde, al anochecer nos sentaremos en la terraza sin encender las luces para que no nos encuentren los mosquitos. Charlaremos durante tres horas sobre negocios con los que nunca nos atreveremos y después quizá sintonicemos uno de los monólogos de Anthony Jeselnik hasta que uno de los dos comience a dar cabezadas. Esas polaroids me recuerdan a la última escena de Una historia verdadera, cuando Alvin Straight llega a casa de su hermano enfermo después haber recorrido dos estados en una cosechadora solo para sentarse en el porche junto a él. Sobran las palabras.

Habrá un momento del domingo en que él se quedará en la orilla leyendo uno de esos cómics que siempre lleva consigo y que vuelven a casa con apenas dos páginas leídas y llenas de arena. Es entonces que me adentraré 100 metros en las cálidas aguas del mediterráneo y nadaré apenas 50 brazadas hasta hacerme el muerto. Los ojos queman y siguen cerrados y yo no tengo nada de frío. Quedan 30 minutos para volver a la civilización pero no me da pena porque hemos disfrutado durante el tiempo exacto. Conozco todos los granos de arena de esa playa.

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