De Malasaña a la Alcarria

En la plaza de San Ildefonso, corazón del barrio de Malasaña, ese antiguo territorio de garitos de rock, madrugada, cerveza y humo de todo hoy anunciado en las lonely planet como el Soho de Madrid, han colocado una inmensa valla publicitaria de Castilla-La Mancha. “Tus vacaciones nunca han estado tan cerca”, anuncia, sobre una parejita muy mona con el kit completo de gafas de sol, sombrero, tatuajes y barba (él, la barba solo él) que ha puesto su móvil mirando a Cuenca para hacerse un selfie.

Veo el anuncio y me parece una de las imágenes más chocantes y fascinantes de la pandemia. Me resulta inquietante, porque me revela la crisis económica que se extiende con el virus. Si fuera de Bangkok, Londres o el Amazonas no me hubiese sorprendido, porque son sitios para presumir en Instagram de haber estado, aunque se recorran mirándolos a través del móvil. Pero Castilla-La Mancha, y no porque no merezca la pena el viaje, me evidencia la quietud agónica del barrio, de locales cerrados, sin guiris ni modernos buscando pokes de colores, cócteles de colores, palomitas de maíz de colores, polos gruesos como entrecots, por supuesto, de colores o pastelerías perrunas, que hasta de eso hay ya, sí, qué cosas, y supongo que con pastitas también de colores.

Pero sigo mirando el anuncio y pienso que si lo hubiera visto antes de todo esto me habría resultado, incluso, la campaña perfecta de marketing. Este es un barrio espejo de otros tantos iguales en otras tantas ciudades del mundo, con unos habitantes y visitantes sacados del mismo molde globalizado. Se lleva la ropa de los muertos (vintage suena más bonito), se insiste en recuperar y vivir lo auténtico, sea lo que sea eso, y los pijos ya no quieren heredar los negocios familiares sino ser artesanos y hacer chuminadas con maderas. Castilla-La Mancha es el cierre perfecto del círculo. En ese escenario, ver la Alcarria repleta de modernos hubiera resultado hasta lógico. La nueva normalidad no se diferencia, en definitiva, tanto de la vieja anormalidad. Tal vez sea una distopía generada por el calor y los rebrotes. O, quizá, que es verdad, como dice una sabia amiga mía, que la vida, como los ordenadores, necesita apagarse y reiniciarse cada cierto tiempo para que funcione mejor.

David López Canales es periodista freelance colaborador de Vanity Fair y autor del libro ‘El traficante’. Puedes seguir sus historias en su Instagram y en su Twitter.

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