Delphine Seyrig, la diva del cine que fue feminista combativa décadas antes del #Metoo

Luis Buñuel explicaba en sus memorias cómo la actriz Delphine Seyrig (1932-1990) le recordó que en Nueva York, siendo una niña, se había sentado en sus rodillas. El director aragonés debía de tener especial aprecio por la anécdota, ya que la cita dos veces en el libro. Pero lo que hoy en día nos resulta más llamativo de ella es lo poco que representa a una mujer que si por algo se caracterizó a lo largo de su vida fue por su rechazo a acomodarse en un regazo ajeno, ni que decir tiene en uno masculino.

El museo Reina Sofía dedica a Delphine Seyrig una exposición, Musas insumisas, que se centra sobre todo en su labor como cineasta y activista. Y es una decisión justa, pues se trata de la faceta menos visible de esta mujer que sobre todo recordábamos por su talento, su elegancia y una voz única que fue comparada con el sonido de un violonchelo, pero que en realidad era mitad rue du Faubourg Saint-Honoré, mitad montañas de gauloises blondes.

Nacida en Beirut, hija de una navegadora y un arqueólogo franceses, vivió una infancia cosmopolita en varios países que al parecer en algún momento la hizo recalar sobre las rodillas buñuelescas. Tras intentar sin éxito emprender una carrera como actriz en Francia, se trasladó a los Estados Unidos para ingresar en el Actor’s Studio. Allí participó junto al poeta Allen Ginsberg y otros miembros de la generación beat en la primera película del fotógrafo Robert Frank, Pull My Daisy (1959), con guión de Jack Kerouac.

De vuelta a Francia, su primer papel protagonista en el cine la convirtió en referente instantáneo de la nouvelle vague: En El año pasado en Marienbad (1961), de Alain Resnais, deambulaba por los regios pasillos de un hotel de lujo, amnésica perdida pero portando un no menos regio vestuario diseñado para la ocasión por Coco Chanel.

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Con semejante carta de presentación tiene cierta lógica que casi todos los trabajos que le ofrecieran después siguieran la misma vía. Papel a papel, fue acrisolando una imagen que la encasilló como perfecta diva burguesa. Aunque, atención, esto sucedió con los mejores directores del momento: destacan Muriel, de nuevo con Resnais (premio de interpretación femenina en Venecia), Accidente de Joseph Losey, Besos robados de Truffaut, El discreto encanto de la burguesía de Buñuel o Piel de Asno de Demy.

En esta última, basada en el delirante cuento infantil de Perrault sobre una princesa que huye del acoso sexual de su propio padre, interpretaba al hada madrina de la protagonista. Y, como tal, le explicaba a una confusa Catherine Deneuve que las chicas no van por ahí casándose con sus propios progenitores. Claro que sus motivos eran algo turbios: la verdadera agenda del hada de las lilas consistía en ser ella misma quien matrimoniara con el rey. Lo que como objetivo vital resultaba -estaremos de acuerdo- más bien reaccionario.

Pero esto solo era así en el estricto plano de la ficción.

Porque resulta que, en la vida real, Seyrig poseía una acusada conciencia feminista formada por numerosas lecturas: “No soy una intelectual sino una actriz”, dijo. “Pero lo que sí he hecho es leer mucho”. Y aún dijo muchas cosas más. De hecho, y contra lo que aconsejaba el sentido común a una mujer en su posición en aquella época, nunca se calló sus opiniones políticas. Manifestó públicamente su compromiso con la igualdad entre hombres y mujeres, el derecho al aborto (en 1971 fue una de las firmantes que declaraban haber abortado en el Manifiesto de las 343 por la libre interrupción del embarazo) y una libre sexualidad femenina.

Con la segunda ola del feminismo bien avanzaba, no era tan excepcional que una mujer se expresara en esos términos. Pero sí lo era que esas opiniones vinieran de una actriz de cine, y además tan asociada a la manicura impecable y el té en servicio de porcelana como John Wayne a la silla de montar. Su momento álgido en este registro llegó cuando, en pleno debate televisivo, afeaba a un ministro allí presente que se hubiera referido a la “sexualidad vagabunda” de las mujeres. “La sexualidad de las mujeres no es más vagabunda que la de los hombres”, le instruyó en un tono exasperado frente al que el señor ministro fue incapaz de articular palabra.

Resultó decisivo su encuentro con la vídeoartista y cineasta feminista suiza Carole Roussopoulos, fundadora del colectivo Les Insoumuses (juego de palabras entre “musas” e “insumisas”) para que Seyrig comenzara también a dirigir películas. En Scum manifesto (1976) ella misma leía varios pasajes del manifiesto feminista de Valerie Solanas (la activista que unos años antes había apuñalado a Andy Warhol), y en Sois belle et tais-toi (1981) realizaba una encuesta a varias actrices conocidas sobre sus más y sus menos con el patriarcado imperante en la industria. No faltaban allí los testimonios de Juliet Berto o una tensa Maria Schneider (recordaba por la polémica escena de la mantequilla en El último tango en París de Bertolucci), aunque era Jane Fonda quien mejor expresaba el espíritu de la época al revelar que cuando debutó en un rodaje le exigieron transformar completamente su aspecto con pechos postizos, tinte rubio (en eso transigió), rinoplastia y cirugía maxilofacial (aquí ya no). En 1982, Seyrig, Roussopoulos e Ioana Wieder fundaron el Centro audiovisual Simone de Beauvoir, institución dedicada a la producción de películas sobre la lucha política y la creación artística femenina.

Como actriz, su carrera se enriqueció al trabajar por fin a las órdenes de otras mujeres: en 1975 rodó prácticamente seguidas tres películas para Liliane de Kermadec, Marguerite Duras y Chantal Akerman. Esta última era la directora de Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles, quizá su obra maestra. En un retrato implacable de la alienación femenina, la cámara filmaba a un ama de casa realizando diversas labores cotidianas (hacer las camas, fregar la vajilla, pelar patatas) hasta que, como parte de esa misma rutina, se prostituía en su domicilio. Y hay que calificar de absoluta genialidad la idea de Akerman de darle ese papel precisamente a una intérprete considerada como una “gran dama”. La propia directora lo contaba: “Si hubiera puesto a otra actriz que el público estuviera acostumbrado a contemplar haciendo tareas domésticas ni siquiera la verían, como no ven a sus propias esposas. Por eso ella era perfecta, porque de golpe hacía visibles esos gestos”.

En los años siguientes, Seyrig siguió trabajando con mujeres directoras siempre que pudo, aunque esto no impidió que de vez en cuando continuara desempeñando el estereotipo de mujer nacida para vestir modelos de alta costura. También incursionó en el cine más comercial con el ‘thriller’ Chacal (1974) de Fred Zinnemann, e interpretó a una rediviva condesa de Bathory en El rojo en los labios (1971), película de vampiros hoy de culto que contribuyó a hacer de ella también un icono lésbico. En el teatro recitó textos de Henrik Ibsen, Harold Pinter o Peter Handke, entre otros. De su intervención en un montaje de Las amagas lágrimas de Petra Von Kant, de R. W. Fassbinder, rememoraba que solo pudo encarnar a la protagonista cuando comprendió que no se trataba de una verdadera mujer, sino de un trasunto feminizado del propio autor. Y añadía que de esta costumbre de hacer travestismo con los personajes femeninos no se libraba ni Ingmar Bergman.

Casada muy joven con el pintor norteamericano Jack Youngerman, tuvo con él un hijo, Duncan. Así que cierto conocimiento de causa debía de aportar a declaraciones tan polémicas como que “para una mujer resulta más traumático criar a un hijo que abortar”. Los franceses veían en ella una feminista “a la americana”, más combativa e intransigente de lo que acostumbrado en su país décadas antes del movimiento #metoo*. Estas posiciones le valieron el veto de hombres poderosos en el medio, como el productor Daniel Toscan du Plantier o el actor y cantante Yves Montand.

Pero esto no le impidió seguir en la brecha hasta el final. Murió prematuramente, a los 58 años, de un cáncer de pulmón. Y siempre se esforzó por defender los derechos de las mujeres, con un discurso que –como puede apreciarse en la exposición del Reina Sofía- resuena hoy con absoluta vigencia. Por desgracia.

Fuera de su contexto original, es una frase de uno de sus personajes la que resume a la perfección la esencia de Delphine Seyrig. Encarnando a la sublime Fabienne Tabard de Besos robados, la actriz se ponía en pie y decía: “No soy una aparición; soy una mujer, que es todo lo contrario”.

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