Son las diez menos cuarto de la mañana y ya está en la cola de la caja del supermercado para pagar la primera yonkolata de cerveza del día. Calculo que baja a por su dosis unas tres o cuatro veces, como mínimo dos, eso seguro.
Delgadísima, con una edad indefinida entre los 40 y los cincuenta y muchos.
Se llama Eloísa. Lo sé porque una vez escuché a Mariela, la encargada del DIA, llamarla por su nombre. Porque casi nunca habla con nadie. Habla ella sola, eso sí, todo el rato. A veces contenta, otras cabreadísima con la vida.
Miento, una vez me preguntó por los tatuajes: «me gustaría hacerme uno, pero mi madre no me deja». No me deja. Más años que una playa y su madre «no la deja». Esto tiene una historia detrás, sospecho que no muy bonita.
El perro, pobrecito, está ya más que acostumbrado a esperarla sentado junto a la puerta del súper. Es un cocker negro. Con lo nerviosos que son los cocker, sorprende verle tan resignado. Bueno, a cambio de guardarle «su secreto» lo saca varias veces al día. Otros perros del barrio no tienen tanta suerte.
En mi barrio la gente bebe mucho. Tengo fichados a varios alcohólicos «oficiales», pero seguro que hay muchos más. Veo cómo las señoras compran todas las semanas cajas enteras de vino, botellas de coñac, de ginebra…
Ya sale Eloisa del súper otra vez. La veo desde mi ventana cuando riego las plantas. Tiene ese caminar acelerado de los yonkis. Me pregunto si en su caso la bebida es tanto enfermedad como medicina. Las drogas (y el alcohol lo es, aunque las señoras de mi barrio jamás lo reconocerían) suelen ser el analgésico que enmascara un dolor más profundo, una pérdida, la vida vacía o falta de propósito, un abandono, la soledad…
Soy la menor de muchos hermanos, y cuando era pequeña mi padre y su madre (mi abuela, trasunto de Bernarda Alba) decían, refiriéndose a mí, que «iba a ser su vejez», que sería la que me quedaría soltera para cuidar a mis padres cuando fueran ancianos. Y a mí, aún siendo tan pequeña, me recorría un escalofrío por la espalda, porque había visto lo que eso suponía. Una de mis tías, hermana de mi padre, la menor, había padecido esta maldición en primera persona. Su madre había cortado su vida, frustrado todas sus relaciones en sus inicios, su aspiraciones profesionales, para tener quien la cuidara y no estar sola. Había parido una esclavita, y ese era el futuro que tenían preparado para mí. Aterrador.
Puede que fuera porque siempre fui muy rebelde o porque mi madre no quiso eso para mí, pero conseguí esquivar ese destino. Lo mismo Eloísa no pudo escapar. Su único bálsamo es beber apresuradamente dos, tres, cuatro veces al día. Combustible para soportarlo. No seré yo quien se lo reproche.
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