Fascistas, nazis y guerra: así se creó el Festival de Venecia

Sí, ¿Duce? Buenos días, su Excelencia. Le llamaba para hablar de nuevo sobre aquello de cómo dar más relumbrón a la Bienal de Venecia…

–Sí, lo recuerdo, Volpi. Diga, diga.

–Pues nada, que he pensado que como hoy en día lo que de verdad está arrastrando masas es el cine, y que como lo nuestro son precisamente eso, las masas…

–Mmmmm… ¿Sí?

–Pues se me ocurría que lo suyo sería incluir en la Bienal un festival de cine. Uno al que traigamos las mejores películas que se estén haciendo en el mundo entero. Todos nos admirarán. Y tendremos a las masas comiendo en nuestras manos.

–¡Magnífica idea, Volpi! Póngase a trabajar en ello in-me-dia-ta-men-te. Si esto sale bien, habrá sorpresas para usted. Sorpresas buenas.

Esta conversación acabamos de inventárnosla, pero perfectamente pudo haber tenido lugar en algún momento hacia 1930 entre el dictador italiano Benito Mussolini y Giuseppe Volpi, conde de Misurata y presidente de la Bienal de Venecia. Este certamen, que como su propio nombre indica se celebra cada dos años en la ciudad de los canales, había pasado a depender del gobierno fascista. Volpi, antiguo comerciante de tabaco que gracias a sus buenas relaciones con el fascismo había conocido un fulminante ascenso social —nombrado conde en 1925, desde aquel año hasta 1928 fue Ministro de Finanzas— tenía, como nuevo presidente del evento, la misión de convertirlo en un instrumento propagandístico al servicio del gobierno mussoliniano.

Así que, con la ayuda del periodista cinematográfico Luciano de Feo y el escultor Antonio Maraini, igualmente afectos al régimen, en agosto de 1932 puso en marcha la primera edición de la Mostra Internazionale d’arte Cinematografica, que era además la primera edición de un festival de cine en todo el mundo. Se celebró en la terraza del lujoso hotel Excelsior, ubicado en la isla del Lido. Allí se vieron las últimas obras dirigidas por autores como Frank Capra, James Whale, René Clair, Howard Hawks o Ernst Lubitsch, y con estrellas de la categoría de Greta Garbo, Joan Crawford, James Cagney, Clark Gable o Vittorio De Sica. La primera película que se proyectó –con gran éxito- fue una de terror, El doctor Jeckyll y Mr. Hyde, de Rouben Mamoulian. No hubo premios oficiales, pero el público otorgó entre otros uno al mejor director para el soviético Nikolaj Ekk.

La operación se había saldado, pues, con un triunfo clamoroso. Volpi fue nombrado presidente de la Cofindustria, la gran patronal italiana de los sectores industrial y de servicios. En cuanto al festival, a partir de la segunda edición, en 1934, se reunió un jurado que ya otorgaba premios oficiales. Los nombres de estos premios eran –agárranse- la Copa Mussolini a la mejor película italiana y extranjera y las Grandes Medallas de Oro de la Asociación Nacional Fascista el Espectáculo. Las afortunadas ganadoras de las primeras Copas Mussolini fueron el folletín histórico Teresa Confalonieri y el bello documental del norteamericano Robert Flaherty Man of Aran. Katharine Hepburn se llevó a casa el premio de interpretación por Mujercitas. Se produjo incluso el primer escándalo, precedente de todos los que después han aportado sal y pimienta a todo festival que se precie, cuando la austriaca Hedy Lamarr apareció desnuda en la película Ekstase, que además mostraba su rostro en pleno orgasmo. Imposible pedir más.

Una llamada de alemania

Ante la confirmación del éxito se decidió que desde entonces la Mostra se celebrarse con periodicidad anual. Pese al creciente desprestigio internacional del gobierno italiano y la tensión que se respiraba en los despachos gubernamentales de todo mundo frente a la amenaza del eje Italia-Alemania, los estudios americanos enviaban allí sus películas encantados con la promoción que esto les deparaba. Lo mismo ocurría con la crème de la crème de la producción francesa. Y, desde luego, a Alemania siempre se le aseguraba un lugar de honor en la selección. Se inauguró una nueva y lujosa sede en el Lido diseñada por el arquitecto Luigi Quaglianta, opositor al régimen fascista que poco después emigraría a los Estados Unidos.

Y entonces llegó la edición de 1937.

–A ver… ¿Duce?

–¡Oh! Heil Hitler! ¿A qué debo el honor de su llamada?

–¿Qué es eso que me cuentan de que vuestro festivalito de cine lo ha ganado una película franchute, pacifista por más señas, donde los ilustres héroes de la nación germánica en la Gran Guerra parecen mariquitas de salón?

–Lo sé, mein Führer. Un despropósito. Pero descuide: estamos tomando medidas al respecto.

Bien, lo admitimos: parece extremadamente improbable que esta llamada tuviera lugar, o al menos que se desarrollara de este modo. En aquel momento Hitler estaba muy ocupado planeando cómo conquistar su Lebensraum. Pero, gran aficionado al cine como era, desde luego no pasó por alto lo que aquel verano estaba ocurriendo en la Serenísima. Es sabido que al gobierno nazi no le sentó nada bien que la triunfadora de la Mostra fuera La gran ilusión, obra maestra de Jean Renoir sobre la huida de un grupo de soldados franceses presos en Alemania durante la I Guerra Mundial. Así que el alto mando fascista tomó inmediatamente cartas en el asunto. Se acabaron las tonterías: a partir del siguiente año, el jurado internacional tendría que premiar las películas que les indicaran desde arriba, y punto.

Por eso en 1938, año de la invasión de Alemania a Austria, las ganadoras de la Coppa Mussolini fueron la italiana Luciano Serra pilota –otra visión de la I Guerra Mundial, pero esta vez desde el punto de vista fascista, que había sido supervisada por el mismísimo Duce- y la famosa Olympia de Leni Riefenstahl documental sobre los Juegos Olímpicos de Berlín que constituía todo un canto a la supuesta superioridad de la raza aria. En fin, como era de esperar se montó una buena. Varios de los miembros del jurado dimitieron ante las intolerables presiones recibidas. Entre ellos había tres franceses: los críticos Émile Vuillermoz y René Jeanne y el escritor judío Philippe Erlanger, que a su regreso idearon la revancha definitiva.

La respuesta francesa

–Buenos días. ¿Monsieur Zay, el señor ministro de Educación Nacional y Bellas Artes?

–Al habla. ¿Cómo va todo, monsieur Erlanger, amigo?

–De fábula, gracias. Escuche, monsieur le ministre, lo que acaba de suceder en Venecia me ha dado una idea para posicionar a nuestro país como adalid de las libertades y tocarles las narices a esos repugnantes fascistas antisemitas.

–Ah bon? Siga hablando, me interesa.

–Verá… ¿No le parece que nuestra hermosa Costa Azul está pidiendo a gritos un festival de cine?

Fue así –más o menos- como se sembró la semilla de la primera edición del Festival de Cine de Cannes, cuyo inicio tendría lugar el 1 de septiembre de 1939 con la evidente intención de contraprogramar a Venecia. Los augurios no podían ser mejores: concursaban películas como Union Pacific, de Cecil B. de Mille, El mago de Oz o Adiós, Mr. Chips. La Metro-Goldwyn-Mayer fletó un transatlántico para llevar hasta la croisette estrellas como Gary Cooper, Tyron Power y Mae West y, como acción promocional de la película Esmeralda, la zíngara (basada en Nuestra señora de París, de Victor Hugo) estaba previsto que se construyera una réplica de la catedral de Notre Dame en la playa cannoise.

Por desgracia, todo se fue al traste cuando, el día mismo de la gran apertura, Hitler tuvo la ocurrencia de invadir Polonia, dando así paso a la II Guerra Mundial. El festival de cine de Cannes tuvo que suspenderse, y no volvería a abrir sus puertas en los seis siguientes años.

Durante la guerra aún se seguirían celebrando –ya fuera del Lido- varias ediciones de la Mostra de Venecia, en las que invariablemente ganaban películas alemanas que hoy nadie recuerda. A mitad de la contienda, el horno no estaba para bollos festivaleros y también se cerró el chiringuito italiano.

La paz después de la guerra

En 1946, tras la victoria de los aliados y con media Europa recogiendo sus pedazos caídos y recomponiéndolos como buenamente podía, se consideró que la vida cultural debía seguir adelante. Cannes y Venecia se pusieron de acuerdo para retomar sus respectivos festivales : el primero tendría lugar en primavera y el segundo a principios de septiembre. En Cannes se concedió un premio ex aequo a varias películas, entre ellas Roma, ciudad abierta. En Venecia ocurrió lo mismo con Paisà. Ambas estaban dirigidas por el italiano Roberto Rossellini, uno de los padres del neorrealismo. Orquestada o no, aquella coincidencia suponía toda una declaración de intenciones consecuencia de los nuevos vientos que soplaban en el continente. Y la manifestación del deseo de pasar página y construir un nuevo futuro sin olvidar las lecciones aprendidas del pasado más inmediato.

A partir de 1949, el primer premio de la Mostra pasó a denominarse Leone d’Oro, por el león de la Basílica de San Marcos que es el principal símbolo de Venecia. Y así sigue llamándose a día de hoy. Aunque se han eliminado todas las referencias a Mussolini y el fascismo, curiosamente los premios de interpretación conservan el nombre Coppa Volpi en homenaje al alma mater del festival en los lejanos tiempos de su creación. A lo largo de su historia ha habido altos y bajos –influido por los ideales del mayo del 68, el festival no entregó premios durante toda la década de los 70, y en 1973, 1977 y 1978 ni siquiera llegó a celebrarse-, pero hoy el primer festival de cine de la historia sigue considerándose la cita imprescindible de la rentrée para la industria cinematográfica mundial. Su actual director es el crítico Alberto Barbera, que reporta al presidente de la Biennale, Paolo Baratta. Ahora son las grandes productoras las que ponen sus películas a disposición de los programadores. Estrenar en uno de los grandes festivales de cine sigue suponiendo una magnífica promoción, así que se convierte en algo prioritario cuando hay tanto dinero en juego.

–Buenos días, ¿signore Barbera? Mire, le llamamos de la Warner. Tenemos una cosa muy interesante que proponerle…

Artículo publicado originalmente el 5 de septiembre de 2017.

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