La mala vida de Vivien Leigh

Si allá por 1948 había en el mundo una pareja más admirada, una que irradiara más esplendor que todas las demás sin excepción, esa era la formada por Vivien Leigh y Laurence Olivier. Ella, epítome de la English rose devenida estrella del cine mundial, había ganado ya un Oscar y obtendría el segundo pocos años después. Él, renovador del teatro clásico británico, actor y director de gran prestigio, ya había sido nominado con anterioridad y estaba al fin a punto de ganar el suyo. Eran guapos, elegantes y talentosos. El mundo entero los idolatraba. Los idolatraba hasta Sir Winston Churchill, dos veces primer ministro británico e indiscutible líder moral de la nación. Otra cosa es que en privado sus vidas fueran un infierno. O que al menos la de Leigh lo fuera.

Porque Vivien Leigh, aparte de un infierno vital, tuvo en su haber una carrera breve e irregular en la que destacan al menos dos grandes papeles extraordinariamente resueltos y tres frases de diálogo que figuran entre las más icónicas de la cultura popular contemporánea. A saber:

“A Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre” (Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó) .

Cierto es que, literalmente hablando, poca hambre pasó en su vida Vivien Leigh. Nació en la India cuando aún era una colonia británica, en una familia burguesa y culta con la que después viajó por lugares tan poco sórdidos como Biarritz, San Remo o París antes de asentarse definitivamente en Londres. Allí comenzó su carrera como actriz –las fotos de la época nos la muestran como una belleza exquisita dentro de su modalidad de muñeca de porcelana– y allí conoció a su primer marido, el abogado Leigh Holman, con quien siendo muy joven tuvo a su única hija, Suzanne. Tras cinco años de matrimonio conoció a Laurence Olivier. Él se había convertido ya en the next big thing de la interpretación británica, gracias sobre todo a un Romeo y Julieta junto a John Gielgud, y comenzaban a lloverle tentadoras ofertas hollywoodienses. Ella, en cambio, era solo una principiante que de momento llamaba más la atención por su luminosa epidermis que por los papeles que había interpretado. Ambos tenían en común, -aparte del flechazo inmediato, la belleza y el talento- una situación familiar estable. Olivier estaba casado con una actriz de prestigio, Jill Esmond, con la que había tenido a su hijo Tarquin. El modo en que resolvieron el asunto también fue idéntico: tanto Vivian como Laurence se divorciarían de sus cónyuges, a los que cedieron la custodia de sus hijos respectivos. Y así comenzaron una nueva vida sin ataduras externas. Estaban dispuestos a comerse el mundo juntos.

Al principio parecía que era solo Olivier quien se lo estaba comiendo. Cuando él aceptó ser el Heathcliff de la adaptación al cine de Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, ella aspiró sin éxito al papel de su amada Catherine. Pero como mujer del protagonista puso al fin el pie en Hollywood, y sobre todo lo colocó con energía en el plató donde se estaban rodando las escenas del incendio de Atlanta para una nueva superproducción llamada Lo que el viento se llevó, que aún no contaba con actriz protagonista. Es consabido que para el papel de la indomable Escarlata O’Hara se había probado a medio star system femenino, desde Bette Davis a Paulette Godard, aunque en realidad aquel interminable casting no era sino una argucia publicitaria del productor David O’Selznick. Según la leyenda oficial fue el hermano de éste, Myron, quien coló a Vivien Leigh en el escenario ardiente y dijo: “David, aquí tienes a tu Escarlata ”. Las llamas tiñendo de naranja los pómulos de alabastro y bailoteando en los ojos verdes de la actriz hicieron el resto.

No nos detendremos demasiado en el rodaje de la película, seis meses que constituyeron una inagotable mina de intrigas, encuentros, desencuentros y anécdotas en general. Quien oficialmente figura como director del asunto es Victor Fleming (El mago de Oz) , aunque George Cukor y Sam Wood también estuvieron al mando en algún momento u otro, como también pudo estarlo el propio David O’Selznick. Llegara Selznick o no a gritar “¡acción!”, lo que estaba claro es que aquella era su película, sobre la que ningún director tendría en la práctica más autoría que él. El preestreno sorpresa ante un público que en teoría iba a ver otro blockbuster y que se rompió las manos a aplaudir fue, según su biógrafo, “el momento más emocionante de su vida”.

Transcurridos casi ochenta años desde aquel estreno, la película sigue funcionando a muchos niveles. Maticemos: cosa distinta es la complacencia con que retrata la estructura socioeconómica del Sur de los Estados Unidos en el siglo XIX, y aquí hay que admitir que desde un punto de vista político no pasa ni por asomo la prueba del algodón (algodón que recolectan los esclavos de origen africano, y que durante la Guerra de Secesión se verán obligadas a recoger sus amas blancas) . Si conseguimos abstraernos de esto -y nadie dice que sea tarea sencilla– podemos apreciar que como puro espectáculo es un triunfo absoluto. Los crepúsculos encendidos, las batallas frenéticas, los grandes bailes, las lujosas mansiones y los sublimes espacios abiertos conforman un torbellino épico-sensorial frente al que uno ha de oponer mucha resistencia para no ser arrastrado. Los actores están sin excepción magníficos -Clark Gable en particular realiza un considerable despliegue de carisma- pero es Vivien Leigh quien con su magnetismo conduce toda la película. Si el espectador se pasa las cuatro horas de su duración con los ojos pegados a la pantalla es por el modo en que Leigh acomete el personaje de Escarlata O’Hara, una mujer amoral, capaz de pasar por encima de todo y de todos, de efectivamente mentir (mucho) , robar (bastante, incluido algún marido) , engañar (una y otra vez) o matar (no de forma directa) con tal de asegurar su supervivencia y la de los suyos. Si un personaje así no deja de percibirse como positivo, si el espectador se identifica con él y sigue con emoción cada uno de sus movimientos, es gracias al talento de la actriz que lo encarna. Reclamamos especial atención a su lenguaje corporal: con sus medias sonrisas y sus miradas ladeadas, con sus descensos de barbilla y sus rápidos giros de torso, Leigh ejecutaba en esta película un largo cortejo de seducción ante el que millones de personas de todo el mundo han caído rendidas desde aquella tarde de 1939.

De hecho, solo gracias a eso fue posible que entonces se aceptara el final de la historia. Recordemos cómo en los últimos minutos Rhett Butler, el marido de Escarlata, la abandona con un implacable “francamente, querida, me importa un bledo”. Bien, cualquier otra película de la época (solo hay que pensar en Jezabel, por ejemplo) habría terminado ahí, con la heroína recibiendo por sus pecados el terrible castigo de la soledad. Pero Escarlata no se resigna. Escarlata se pone en pie, verbaliza su desesperación y ante la pregunta retórica de “¿Qué voy a hacer ahora?” obtiene de su interior la única respuesta apropiada para aquel momento, que es “Ya lo pensaré mañana”. Y quien ha seguido sus andanzas a lo largo de los 238 minutos anteriores sabe que, en efecto, Escarlata lo pensará mañana, y que mañana ideará un plan para recuperar lo que es suyo, y que ese plan saldrá adelante y tendrá éxito aunque con ello Atlanta tenga que arder de nuevo y el río Mississippi secarse para siempre jamás.

“Ya lo pensaré mañana. […] Después de todo, mañana será otro día”. (Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó) .

Tras la película llegó el gran éxito que Vivien soñaba: el Oscar, los personajes de protagonista, la atención de la prensa y el público. Y sin embargo en la siguiente década interpretó varias heroínas románticas de manual con discreto éxito. No es que lo hiciera mal en El puente de Waterloo (1940) , César y Cleopatra (1945) , Anna Karenina (1948) o Lady Hamilton (1941) , pero se trataba de vehículos que no estaban a la altura de su pasajera. Esta última la protagonizaban juntos Olivier y ella como el almirante Nelson y su amante Lady Hamilton, otro de los binomios británicos más famosos de la Historia. En realidad, su principal virtud -aparte del muy buen trabajo de Leigh- es que se trataba de la película favorita del presidente Winston Churchill, quizá por aquello de ensalzar a unos tótems del imaginario histórico y erótico nacional encarnados en sus posibles herederos del siglo XX. Tras declararles su admiración como cualquier otro fan, Churchill se convertiría en un gran amigo de nuestra pareja.

Y entonces llegó el punto de inflexión que toda historia como ésta precisa. La pareja de dioses se embarcó en una gira de seis meses por Australia y Nueva Zelanda destinada a obtener fondos para el Old Vic, teatro del que Olivier era directivo. Ante los ojos de todo el mundo la jugada resultó un éxito, con teatros llenos función tras función, apariciones constantes en la prensa y parabienes críticos. Pero de puertas para adentro las cosas eran muy distintas. “Perdí a Vivien en Australia”, diría Olivier mucho más tarde. Las discusiones de la pareja, a veces sumamente agresivas, abandonaban la intimidad de las suites de hotel para saltar a los pasillos, y de ahí a las bambalinas, y de ahí a los bares y restaurantes. En una ocasión, la compañía contempló con horror cómo sus jefes se liaban a bofetadas sin importarles quién estuviera delante. Para colmo, intervino una ficha nueva en el tablero: el joven actor de origen australiano Peter Finch, contratado por Laurence para aportar sabor local la gira, comenzó también a sazonar la alcoba de Vivien. El comportamiento de ella se volvió errático, extremo e impredecible: estaba fuera de control, y esto para un británico tipo como su esposo era simplemente demasiado.

En realidad, hacía diez años que Olivier llevaba contemplando cómo su mujer sufría inexplicables arranques de cólera pocos minutos antes de subir a escena para inmediatamente después mostrarse de un humor excelente y aparentar que no recordaba nada de lo sucedido. Pero parece ser que fue en Australia donde el asunto tomó un cariz más serio. Vivien sufría un trastorno bipolar, patología que la empujaba de manera brusca y sin compasión de la fase maniaca a la depresiva y viceversa. Y que además, en los periodos de subidón, suele favorecer la promiscuidad sexual como medio de reafirmación personal. Un psiquiatra la consideraría una mujer enferma que necesitaba tratamiento, pero quienes entonces la rodeaban no veían en ella otra cosa que una histérica y un pendón.

Sobre esto último resulta muy difícil separar hechos, cotilleos y pura leyenda. Se sabe que mantuvo relaciones con algunos de sus colegas de trabajo, como el mencionado Finch o John Merivale, quien permaneció junto a ella durante sus últimos años. Se cree que pudo haber vivido romances con otros compañeros como Marlon Brando o Rex Harrison. Se ha dicho que también con varias mujeres. Por decirse se ha dicho incluso que algunas noches se adentraba en los parques públicos de Londres en busca de algún encuentro furtivo, aunque la imagen de una dama -famosa además- ejerciendo el cruising en tiempos del guante blanco y la pitillera de plata no resulta del todo verosímil. También es ella una de las estrellas damnificadas por las memorias de Scotty Bowers, ese caballero que vendía su cuerpo y el de otros amiguetes entre la flor y nata del star system hollywoodiense, y que describió sin ahorrar detalle unas fogosas veladas junto a Vivien que dejaban a la altura del betún a Afrodita y Ares… con la peculiaridad de que el Hefesto de la historia, Laurence Olivier, era también cliente habitual de Bowers.

En este sentido, cabe pensar que la bisexualidad y la conducta asimismo promiscua de Olivier tampoco ayudaba demasiado, con lo que, tras una larga separación, la pareja se divorció -amistosamente- en 1961. Olivier volvió a casarse casi de inmediato con la también actriz Joan Plowright y continuó con éxito continuado su carrera cinematográfica y teatral. Leigh siguió moviéndose a trompicones tanto en el ámbito personal como en el profesional.

“Quien quiera que sea, siempre he confiado en la bondad de los desconocidos” (Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo) .

Artículo publicado originalmente el 23 de septiembre de 2017 y acualizado.

Porque para entonces había interpretado su otro gran éxito en el cine, que asimismo le aportaría un segundo Oscar a la mejor actriz. Un tranvía llamado deseo (1951) de Elia Kazan adaptaba la obra original de Tennessee Williams, que en el teatro había interpretado Jessica Tandy junto a un entonces desconocido Marlon Brando. El actor fue repescado para la versión cinematográfica, y Kazan también habría querido repetir con Tandy, pero los productores impusieron una estrella con más nombre de cara a la taquilla. El director comprendió al poco de empezar el rodaje que sus prejuicios contra Leigh eran infundados: “Se habría arrastrado sobre cristales rotos si eso hubiera ayudado a su interpretación”, admitiría mucho después. “Empezó a gustarme mucho. Y todo el mundo estaba conmovido por su deseo de hacerlo bien. La voluntad de hacerlo bien es muy contagiosa y evoca fuertes sentimientos de lealtad”. Leigh atesoraba mucha voluntad, eso por descontado, pero también un enorme talento, porque no es que lo hiciera bien, es que lo bordó en hilo de seda. Su personaje, Blanche DuBois, era otra variación de la Southern belle, una especie de Escarlata O’Hara a la que las cosas le hubieran ido mal hasta acabar desequilibrada, alcohólica y para colmo violada por su indeseable cuñado. En fin, un cuadro. En fin, un éxito.

Un éxito tras el que Leigh solo interpretaría cuatro papeles más. En 1954 fue expulsada del rodaje en Sri Lanka de La senda de los elefantes, una película que iba a suponer su reencuentro ante las cámaras con Laurence Olivier, al que irónicamente había reemplazado Peter Finch. El episodio de enajenación que sufrió en pleno set fue de tal magnitud que la producción prefirió quitársela de en medio y sustituirla también, en este caso por Elizabeth Taylor, que había estado a punto de compartir pantalla con ella -¡interpretando a su hija!- en Lo que el viento se llevó. En 1961 se hizo cargo de un nuevo personaje de dama decadente salida de la pluma de Tennessee Williams con La primavera romana de la señora Stone, donde se enamoraba de un gigoló italiano a cargo de Warren Beatty. Allí volvía a estar perfecta. Demasiado perfecta incluso: había algo en sus ojos vidriosos, en la cualidad opaca de su cutis y sobre todo en el velo ronco y quebradizo de su voz que casaba de fábula con el personaje, pero que no sugería los mejores augurios para la persona que había detrás. Cuatro años más tarde protagonizaba El barco de los locos, un rodaje del que todo el mundo guarda un pésimo recuerdo, y que sufrió numerosos altibajos provocados por el impredecible comportamiento de la actriz. En una escena en la que debía zafarse de Lee Marvin, agredió a su compañero con tal ímpetu que le hirió en la cara. Pese a la alarma general que esto suscitó en un ambiente ya caldeadito, Marvin atemperó los ánimos y la filmación pudo continuar, si bien de aquella manera.

No habría más papeles para Vivien Leigh. El 8 de julio de 1967, su último -e intermitente- compañero sentimental, Jack Merivale, la encontró muerta en su dormitorio del 54 de Eaton Square, en el barrio londinense de Belgravia. Tenía los pulmones llenos de agua como consecuencia de la tuberculosis que arrastraba desde hacía más de veinte años. Por poco superaba los cincuenta años de edad, pero aparentaba muchos más.

Veintidós años más tarde fallecería Laurence Olivier tras una ingente carrera y con todos los premios habidos y por haber. Dicen que a veces se ponía en la televisión de casa viejas películas de Vivien Leigh y murmuraba: “Esto, esto sí que era amor. This was the real thing”.

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