La escena es la que sigue: marchas de vacaciones, te haces una bonita foto y antes de subirla a los stories de Instagram bloqueas a 20 personas. Los otros 280 que te siguen pueden ver que estás en una casa de la montaña, con los bosques alrededor y una chimenea acogedora y humeante alumbrándoos y calentándoos a ti y a tu pareja recién estrenada. Es una anécdota que me contaron el otro día y que me puso la cabeza como un tetris. Probablemente esas 20 personas cribadas estratégicamente censurarían el comportamiento. No considerarían sensato que publicaras una foto como esa con tu ruptura tan reciente. ¿Por qué esa necesidad de subirla entonces? Porque hay otros 60 muy o poco conocidos y otros 220 totalmente desconocidos que podrían ponerte un like o un comentario amable. Y es por esos amigos menos amigos que la rueda de hámster del exhibicionismo emocional sigue girando.
Hay algo inexplicable -y muy humano a la vez- en el hecho de hacerse un selfie. Necesitamos autoafirmación y respaldo. Un mal día lo tiene cualquiera pero se arregla con 15 likes muy concretos. Sobre todo si hay uno que nos hace especial ilusión. Y es para esa persona para la que nos fotografiamos. En twitter nos manejamos con seudomenciones, pero aquí apelamos a nuestros potenciales stalkers con seudosímbolos. Peinarte de la determinada manera que te dijo que le gustaba, o usar ese pintalabios un poco más agresivo de lo que acostumbras. A veces vale con colgar una canción o el fotograma de una película que le gusta para que vea que todo lo que haces, todo lo que eres, es por él. O por ella. “Y si fuera ella”, rezaba el poeta.
Casi todo el mundo sale en Instagram como es. Ni más ni menos guapo de lo que cree. Ni más ni menos feo. La relación que tenemos con nuestro físico es muy particular. Conocemos nuestros defectos y los vemos subrayados en según qué estampas, pero los demás no los perciben casi nunca. Los demás, cuando aparecemos en una foto con ellos, también se buscan a sí mismos los primeros. on la excepción de aquellas en las que salimos con los ojos cerrados o con un gesto intermedio entre dos posturas razonables, a quienes nos miran les parecemos rutinarios. A veces nos escriben “Maravilla” en algún post y hay que dudar que sea estrictamente maravilloso porque nosotros también sabemos de qué vamos cuando les ponemos “Maravilla” a ellos.
J.D. Salinger dijo muchas veces que escribía para un lector ideal y que esa comunicación de tú a tú era lo que le motivaba. No podía con los intermediarios, con los críticos, así que me hace una ilusión terrible que escribiera Franny y Zooey solo para mí. También yo sé quién quiero que lea esta columna y la disfrute. Y sé la primera persona que me gustaría que alucinara con la última foto que he subido, la primera con mi nuevo móvil, que saca los retratos como en 3D y además he aprendido un truquito con los filtros para hacer que mi tono de piel sea más sano que el albino habitual.
Cuando publico algo espero que lo vean muchas personas, sobre todo si linka a un texto mío —escribimos para que nos lean— pero hay alguien que si anda despistado y se lo pierde habrá dado al traste con todo el sentido de la liturgia. Tengo a dos íntimos obsesionados por el algoritmo que nos muestra a los que han visto nuestros stories . ¿Por qué sus objetos de deseo figuran tan abajo y a veces incluso desaparecen pasado un rato? Hay gente que ha vuelto a fumar de tanto darle vueltas a ese asunto.
Nuestra presencia en redes no es arbitraria. Queremos gustar y por ello suele estar producida. Misma razón por las que a veces nos permitimos la coquetería de borrar una foto que no ha tenido los suficientes “me gusta”. Llevo varios meses, antes de la pandemia incluso, pero sobre todo ahora, escuchando que la gente ya no liga por Tinder tanto como por Instagram. En el buzón de mensajes privados de los amigos te encuentras verdaderas demostración de amor y en el de los desconocidos, cosas mucho más fuertes. En una ocasión publiqué algo que debió de ser simpático y una chica me contestó algo amable. Sonreí y lo dejé correr. Supongo que fui a la cocina a hacerme un café y me olvidé. Pues a los 10 minutos me escribió de nuevo para decirme: “No me pones ni siquiera un corazón, ¿eh? Unfollow”. Y la perdí para siempre, y no lo sentí demasiado porque no la amaba —porque ni siquiera la conocía—, pero imaginad que esa sea la escala de amor más básica de las redes sociales que se despliega cuando todavía no ha comenzado el flirteo. Pensad en lo a tope que puede ponerse la cosa.
No son esos anónimos hipermotivados a los que sueles dirigirte, sin embargo, sino que buscas la reafirmación de esa única persona en el mundo que es el motor de tus conductas. No hablo necesariamente de amor —aunque lo sea muchas veces—. No tiene por qué ser cortejo activo ni ritual de apareamiento, pero hay alguien sin cuyo pulgar hacia arriba nuestro pavoneo digital carecería de sentido. A veces ese alguien puede ser incluso una ausencia, la persona que tanto nos impresionó y a la que no vemos desde hace siete años. La muchacha que besó en la playa a Jep Gambardella cuando él contaba 18 años y ella 20. Su gran belleza nunca fue superada y lo condenó a toda una vida de frívola insatisfacción.
Nada de todo esto es malo. Las varas de medir nos hacen superarnos. Y dar lo mejor que llevamos dentro para ofrecer la versión premium de nosotros mismos es algo que bendecían todos los libros de la entrada del VIPS cuando vendían libros a la entrada del VIPS. A veces solo queremos impresionar a ese yo ideal que nos mira desde fuera, acaso nuestra personalidad adolescente que ahora estaría orgulloso de nosotros. Pero habitualmente son Laura o David. Y qué bien, que ella me acaba de dar un like.
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