Misia Sert, musa de profesión

Cada época y cada período tienen su musa, y principios del pasado siglo fue el momento de Misia Sert. En el París de la Belle Époque, María Zofía Olga Zenadja Godebska –aka Misia; Sert es el apellido de su último marido– se erigió como el oráculo al que acudir en busca de inspiración, una fuente rebosante de talento que colmó a cuantos artistas sedientos se abocaron a ella, musa con arsenal suficiente para abastecer a la plana mayor de las vanguardias artísticas. Misia empezó pronto en el arte, o más bien le vino de cuna. Su padre fue un escultor polaco Cyprian Godebski, pero ella creció con los abuelos –violoncelistas ambos– al morir su madre por complicaciones post-parto. Como grandes músicos, íntimos además de la Reina de Bélgica, Misia empezó su andadura rodeada de cultura, en salones musicales a los que acudía Franz Liszt, entre otros. Todo un paladín para una adolescente que empezó a despuntar como pianista.

El primer encontronazo con su padre vino con las segundas nupcias de este, al querer encerrar a la niña en un convento francés. Misia escapó hacia Londres, pero volvió a París y empezó a ganarse la vida a las teclas cuando entre sus círculos de amistades conoció al que se convertiría en su primer marido: Thadée Natanson, un primo lejano junto a quien fundó la revista La Revue Blanche. Todo aquel que despuntaba en la escena cultural del París de la época desfiló por allí: de Marcel Proust a Toulouse-Lautrec. El mito de Misia iba en aumento, y ella cargada de indolencia animaba las musas de los artistas aquí y allá. La vida se convirtió para todos ellos en una primavera constante, una felicidad continuada de reuniones campestres y animadas meriendas, como el retrato de un cuadro idealizado y luminoso. Como el que pintó Renoir de la bella Misia.

Lo que pasa es que Thadée sabía de arte, no de negocios. Y una concatenación de malas decisiones dejaron al matrimonio y a su hijo literario, la revista La Revue Blanche, al borde de la bancarrota. En vistas del desastre financiero que se les avenía, Misia contrajo matrimonio con Alfred Edwards, un magnate de la prensa. Y así mataba dos pájaros de un tiro: se aseguraba una posición y conseguía reflotar el negocio editorial. Fue entonces cuando se lanzó de cabeza al mecenazgo, sobre todo al de los ballets rusos, los que estaban modernizando todo el sector, con Serguei Siághilev y Léon Bakst a la cabeza. Ella actuaba como una fantástica coctelera, uniendo a unos con otros y agitando con fuerza para conseguir lo mejor de esa combinación. Hasta que apareció Mathilde Fossey, la piedra en el camino de Misia. Alfred, el marido de Misia, se encaprichó de ella, una maniquí que llegó a ser medianamente conocida en la época trabajando a las órdenes de Patou, Paquin o Doucet. Finalmente, Mathilde murió en una travesía en barco por el Rhin cuando estaba a punto estaba de robarle el foco a Misia (además del marido).

La relación con Alfred ya no se enderezó después de aquello, por lo que resolvieron separarse y rehacer sus vidas. Entonces sí, a la tercera vino la vencida y Misia encontró al que sería el amor de su vida: el pintor catalán Josep Maria Sert. Juntos sobrepasaron los límites de una relación y construyeron algo más parecido a un equipo; un equilibrio de fuerzas que se alimentaba mutuamente, una fuerza creativa que se movía en espiral. Y con Josep Maria llegó también Coco Chanel, una amiga inseparable para los restos. La Guerra las distanció, pero las dos mujeres retomaron su amistad y juntas pusieron rumbo a los Estados Unidos en 1933. Ya no se separaron jamás.

El matrimonio con Sert tocó fin, y todos los protegidos de Misia se convirtieron en sombras del pasado, en luces de otro tiempo. Las nuevas vanguardias ya hablaban otro idioma y el encanto de Misia se fue desvaneciendo poco a poco hasta que dejó de brillar. Misia pasó, pero su gracia y su talento, los que le insuflaron brío al arte, nos quedarán a todos para la historia.


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