Muy buena para ser mujer: Lee Krasner, la pintora que expone en el Guggenheim

Es legendaria la tacañería con la que el pintor alemán Hans Hofmann (1880-1966), uno de los profesores de arte más influyentes del siglo XX, administraba las alabanzas entre sus alumnos. Pero un día se plantó ante la obra de una de ellas, de nombre Lee Krasner, y con su impenetrable acento germánico pronunció las siguientes palabras: “Esto es tan bueno que nunca dirías que lo hizo una mujer”.

De Lee Krasner (Nueva York, 1908-1984) se esperaba que aceptase aquello como un halago: eran otros tiempos. Y no sería el primer caramelo envenenado que le ofrecieron, ni por supuesto el último. De hecho, el más conocido de todos es otro que la reconoce como “esa pintora que estaba casada con Jackson Pollock. O incluso “la viuda del expresionismo abstracto”, etiqueta derivada de ese principio metonímico típico de la publicidad por el que la parte se toma por el todo, y cualquier movimiento artístico precisa una figura solitaria que le sirva al mismo tiempo de abanderado y contenedor: para el imaginario popular Pollock no formaba parte del expresionismo abstracto sino que más bien lo encarnaba, a la manera en que según el Nuevo Testamento Dios padre se encarnó en Jesucristo.

La exposición Lee Krasner. Color vivo, que se inaugura este jueves en el museo Guggenheim de Bilbao, es importante por muchos motivos. Uno de ellos es que reivindica la figura de una artista demasiado tiempo eclipsada por el volumen de su marido, cuando ella reúne méritos suficientes para tener un lugar propio en la historia del arte del siglo XX. Como nos cuenta Lucía Agirre, comisaria de la muestra: “Es una lástima que una pintora tan buena haya sido ignorada.Ella luchó mucho para ser artista, y nunca se echó atrás cuando la cuestionaban por ser mujer”.

Desde luego, nunca tuvo las cosas fáciles. Nació en el barrio neoyorquino de Brooklyn en una familia de inmigrantes rusos judíos que no puso grandes obstáculos a su vocación artística, pero que tampoco la apoyó activamente. Siendo adolescente se empeñó en asistir a la Washington Irving High, única escuela pública local que ofrecía cursos de arte para chicas, lo que implicaba emprender a diario un trayecto de dos horas. Después estudió becada en la escuela privada Cooper Union y en la National Academy of Design (“un lugar de mediocridad congelada”, la definió), y pintó bajo el nombre Lenore Krasner mientras se mantenía con trabajos como camarera o modelo de otros artistas. Cuando en 1928 murió su hermana mayor, Rose, la tradición judía ortodoxa imponía que debía ser ella quien se casara con el viudo. Lee se negó, pasando el relevo a la siguiente hermana, Ruth, lo que enrareció la relación entre ambas.

Un año más tarde abría el MoMA, un acontecimiento fundamental en su formación: el descubrimiento de los pintores posimpresionistas, y después de los artistas europeos de vanguardia como Matisse, Mondrian y Picasso, le abrieron puertas inesperadas. Frustrada por las limitaciones educativas –al ser mujer no se le permitía acceder a las clases de dibujo de desnudo–, logró una beca para estudiar con Hofmann, de la que fue alumna aventajada.

En 1935 comenzó a trabajar en el Work Progress Administration, el programa del New Deal rooseveltiano que procuró empleo público a millones de personas y que facilitó al país la salida de la Gran Depresión. Una de sus labores allí consistió en realizar murales gigantes a partir de dibujos figurativos de otros artistas. “Se convirtió en la jefa de un equipo en el que también estaba Jackson Pollock”, explica Agirre. “Que, por cierto, ni siquiera fue su pareja más duradera”.

Es cierto que cuando en 1942 comenzó a frecuentar a Pollock, ella venía de una larga relación con otro pintor, el ruso Igor Pantuhoff (que después alcanzaría cierta notoriedad con sus retratos figurativos rayanos en el kitsch). En 1945, Pollock y Krasner se casaron y construyeron su hábitat en una casa de la costa de Long Island adquirida gracias al apoyo financiero de la mecenas Peggy Guggenheim. En el granero de esta casa, reconvertido en estudio, él desarrolló la técnica del dripping que lo haría famoso. Es difícil delimitar la influencia que en su obra tuvieron el estilo y los consejos de Krasner, pero estudios recientes coinciden en que fue decisiva. Al parecer también fue ella quien lo convenció para que en 1949 apareciera ante uno de sus cuadros en un reportaje de la revista Life, sosteniendo indolentemente un cigarro ente sus labios, en una pose entre el enfant terrible y el rudo cowboy que llevaba implícita la respuesta a la pregunta formulada por el titular: “¿Es él el mayor artista vivo de los Estados Unidos?”.

Y no debió de ser fácil estar casada con el mayor artista vivo de los Estados Unidos que además era una especie de dios hecho carne (y pincel). No solo porque su sombra se proyectara con especial intensidad sobre quienes le quedaban más a mano, sino también por propensiones poco compatibles con la armonía conyugal como la ira explosiva, la infidelidad y el alcoholismo. Que la relación entre ambos fue tormentosa y jalonada de altibajos es un cliché lo suficientemente desarrollado en libros y películas como Pollock (2000), de Ed Harris. Marcia Gay Harden ganó el Oscar a la mejor actriz secundaria por interpretar en ella a una Lee Krasner que acusa estos golpes mientras se niega a engendrar la prole del genio tormentoso.

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La unión entre ambos fue debilitándose, y en sus últimos años de matrimonio cada vez era menor el tiempo que compartían. Cuando él falleció en 1956 en un accidente automovilístico mientras conducía bajo los efectos del alcohol junto a su amante, la también pintora Ruth Kligman (que sobrevivió al choque), Lee estaba de viaje por Europa. Anticipó su regreso para asistir al funeral y ponerse al frente del vasto legado de su marido.

Un legado que para ella fue al mismo tiempo una bendición y una condena. O así lo cree Agirre: “Gracias a la herencia, ella pudo dedicarse a producir el arte que le gustaba, sin preocuparse de los dictados del mercado. Pero crear una fundación y ser la garante del state de Pollock le supuso un trabajo ingente”. También fue, posiblemente, el origen del conflicto con Clement Greenberg, el poderoso crítico de arte que había impulsado la carrera de Pollock. De él se ha dicho que podía haber apoyado más la de Krasner, cuya valía reconocía en privado pero no tanto en sus escritos. Y que, a la muerte del pintor, albergaba esperanzas de ser él quien dirigiera su fundación. Según una entrevista transcrita por Gail Levin en su libro Lee Krasner. A Biography, en 1981 la propia Krasner confirmó esta hipótesis: “La gente me trataba como a la mujer de Pollock, no como una pintora. Greenberg, como no le cedí el legado de Pollock, se aseguró por todos los medios de que yo no triunfara como pintora. Él tenía poder”.

En este sentido, Agirre considera que Greenberg tampoco apreciaba demasiado los derroteros que estaba tomando la obra de Krasner: “Llegó a cancelarle una exposición que iba a comisariar, lo que le supuso un varapalo”. Convertido en oráculo y sumo sacerdote del expresionismo abstracto, Greenberg tenía muy claro lo que sus protegidos debían y no debían hacer. Y sobre todo exigía que se ciñesen al patrón del gesto pictórico y la abstracción radical que como crítico había conformado toda su mística.

Pero Krasner tenía ideas propias. Detestaba repetirse y crear a partir de fórmulas preestablecidas. Por eso su obra fue cambiando tanto a lo largo del tiempo, quizá contra sus propios intereses comerciales. “Si ves sus cuadros de los años cincuenta junto a los que hizo dos décadas más tarde, por ejemplo, parecen obras de artistas distintos”, argumenta Lucía Agirre. “Todo lo contrario que otros autores como Rothko, Still o Klein, que encontraron un estilo muy cerrado que los hace reconocibles”. Su trayectoria es una constante exploración de nuevos caminos y posibilidades expresivas. Comenzó, como todos, pintando obra figurativa, pero pronto se adscribió a una abstracción que fue materializándose en distintos formatos. Son especialmente conocidas sus Little images (“Pequeñas imágenes”) de la segunda mitad de los años 40, que en ocasiones recuerdan a formas arcaicas de escritura o a conjuntos de teselas.

En la siguiente década empleó el papel, que cortaba o rasgaba manualmente, para sus excelentes collages. Después siguió trabajando en largas series: Earth Green Series, Umber Series, Primary Series o los sombríos Night Journeys, influidos por sus periodos de insomnio crónico. Inauguró la década de los setenta con unas pinturas horizontales en clores vivos y contornos muy marcados, que después enriqueció con la adición de papeles y líneas curvas.

Curiosamente, pese a su considerable producción, no se conserva mucha obra suya. Esto se debe a que destruyó muchas de sus piezas, ya fuera porque no estaba satisfecha con ellas, ya para incorporarlas a trabajos nuevos. Algunos de sus últimos collages están compuestos a partir de fragmentos de pinturas figurativas de su época de formación: “Se ha dicho que se autocanibalizaba”, apunta Agirre. “Pero no creo que esto se deba a una inseguridad por su parte; al contrario, ella era una mujer muy segura de sí misma”. Según contaba al diario The Guardian su sobrino, el marchante Jason McCoy, tenía un fuerte carácter y era muy directa a la hora de mostrar sus opiniones. Ante la gente que consideraba poco inteligente o inauténtica mostraba de inmediato una irritabilidad que “era suficiente para ponerte nervioso”. McCoy también incidía en que era una mujer frugal en sus costumbres y atuendo, lo que llegado el caso no excluía un bolso de Gucci, zapatos de Ferragamo y una sencilla hilera de perlas.

A medida que el nuevo clima social favorecía la revalorización de las mujeres artistas, ha crecido el entusiasmo del mercado del arte por la obra de Lee Krasner. El año pasado, la casa de subastas Sotheby’s adjudicó The Eye is the First Circle, una pintura suya de 1960, por 10 millones de dólares. Lo que de todos modos aún queda bastante lejos de los 200 millones pagados por Number 17A de Pollock, los 186 millones que alcanzó Nº. 6 (Violet, Green and Red) de Rothko o los 137 millones de la Woman III de De Kooning. Por el momento, se espera que la exposición del Guggenheim, que antes pasó por el Barbican de Londres, contribuya a reducir este abismo. Y, de paso, a recordar a otras grandes pintoras del expresionismo abstracto americano como Joan Mitchell, Grace Hartigan, Helen Frankenthaler o Elaine de Kooning.

Algunas de ellas ya estuvieron presentes en la exposición que el propio Guggenheim dedicó a este movimiento hace tres años. Quizá no pase mucho tiempo antes de que a todas se les dediquen exposiciones individuales como la que ahora protagoniza Lee Krasner. Si Hans Hofmann regresara a este mundo para encontrar semejante panorama, se llevaría una interesante sorpresa.

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