Pequeñas cosas que nunca dejarán de salvarnos (y en las que no siempre reparamos)

© Gtres

El otro día pasé por delante de la garita de un guardia de seguridad que —a mi entender de antropólogo aficionado— ejecutó una pillería profundamente conmovedora. Cuando nadie excepto yo miraba —y a mí me tenía en un punto ciego en ese instante— sacó una bolsita de frutos secos de tamaño mediano ya empezada y desenroscó la goma que le servía de cierre. A continuación deslizó unos pocos sobre su mesa de madera negra —no debieron de ser más de 10 kikos, cacahuetes y almendras en total— y, antes de comer ni uno solo, cogió de nuevo el paquete y la goma para enrollarla de vuelta de manera metódica. La bolsa, sujeta con la mano izquierda; la goma, estirada en toda su amplitud, valiéndose de su derecha a modo de fórceps, para a continuación doblarla muchas veces sobre sí misma en el emboque mientras enroscaba el combo como si fuera una bombilla. Fue un movimiento meticuloso y preciso, casi de taxidermista. Como si no tuviera mucho más que hacer —y puede que no lo tuviera más allá de saludar a la gente que entraba por el torno y resolver dudas de quienes no sabían si tenían acceso al edificio—, pero su dignidad me pareció una revelación.

Ese hombre conocía su misión concreta en el universo durante aquellos 30 segundos y era que sus viandas conservaran el vacío hasta la siguiente ingesta. Justo después, los pocos frutos secos elegidos se presentaron ante él como10 posibilidades fascinantes. Solo 10. Yo no puedo comer solo 10 almendras cuando estoy trabajando por casa, como Leo McGarry —alcohólico y jefe de personal del presidente Jed Bartlett en El ala oeste de la Casa Blanca— no podía beberse un solo vaso de whisky on the rocks. Su cabeza siempre estaba pensando en el segundo incluso antes de empezar su ritual de autodestrucción. Y eso es lo que evitaba mi guardia de seguridad favorito con toda su performance: una gula por aburrimiento totalmente entendible. Desenroscar, depositar, contemplar, volver a enrollar, observar los manjares y, solo entonces, comer. La secuencia de aquella pequeña liturgia contenía una artesanía infinitesimal, algo que me hizo apreciarlo de manera sincera, un método lleno de pura bondad que trajo a mi cabeza los versos inmortales a T.S. Eliot que tanto gustaron a Woody Allen: "(Ignoro tu destreza para cerrar y abrir, /solo algo en mí entiende / que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas) / Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas".

Me recordó también al fragmento de una carta que alguna vez le escribí de madrugada a una pareja pasada:

"Estaba detrás de ti —sepultado por mi escafandra ambulante de empanamiento— de tal modo que ni me pediste ayuda ni se me ocurrió ofrecértela como tantas otras veces. El maletero del tren se encontraba a la misma altura que siempre, pero el mínimo esfuerzo en aquel minuto del partido resultaba grandioso. Ni siquiera miraste atrás. Solo flexionaste las rodillas, elevaste la maleta por encima de tu cabeza, la apoyaste en el quicio que te sobrevolaba y la empujaste hasta que encajó satisfactoriamente. Puede que no te dieras ni cuenta, pero los últimos centímetros de aquel gesto los hiciste de puntillas en un movimiento intuitivo y animal. Después te recompusiste. Puede —o no— que sacudieras las manos contra tus muslos como esos gimnastas que se desprenden del magnesio justo antes de apoyarse en el potro, pero mi cabeza dice que fue así como celebraste una minigesta que ni siquiera te pareció muy importante. En ese momento —te lo confesaría después— pasé a observarte a 1.000 kilómetros y 20 centímetros de distancia con los ojos ahogados en lágrimas de rabia. Porque no me pidieras ayuda ni se me ocurriera dártela. Porque no la necesitaras ni tuviera la presteza de asistirte. Tampoco tuvo nada de especial, eras tú encargándote de tu vida por millonésima vez, pero no hay ocasión que lo haya revivido desde entonces —y ya van más de 100— que no me emocione pensar el universo que cargas sobre tus hombros a cada paso. Eres, de verdad, tan bajita…".

Muy bajito también debía de ser el hijo menor de J.D. Salinger cuando lo convirtió en protagonista de la dedicatoria que encabezó Franny y Zooey y que contiene casi tanta literatura como el libro mismo: "Tan cerca como sea posible al espíritu de Matthew Salinger, de un año de edad, exhortando a un compañero de almuerzo a aceptar una haba de lima fría, yo exhorto a mi editor, mentor y (Dios lo libre) amigo más cercano, William Shawn, genius domus de The New Yorker, amante de lo improbable, protector de lo infecundo, defensor de los extravagantes sin remedio, el más inaceptablemente modesto de los grandes artistas-editores natos, a aceptar este librito de apariencia bastante flacucha".

Esta mañana mi hijo no quería ir a la escuela y, como cada vez que se pone superreticente y quisquilloso, he abierto los brazos para darle un abrazo de conciliación. Mi gesto es una invitación interesada a que se sienta seguro, y solo cuando hay muchísima suerte se convierte en un cepo mutuo que a quien reconforta es a mí. Si de repente me toca el euromillones del amor, se atreve a hacer pinza con su índice y pulgar sobre el lóbulo de mi oreja y me explica: "¿Verdad que es muy suave, papá?".

Solo parecemos santos al actuar cuando nadie nos ve —cuando estamos exentos de malicia y de estrategia—. Son esas cosas pequeñas las que, juntas todas, podrán salvarnos si el futuro que afrontamos cada día no acaba enderezándose por sí mismo.

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