Abro el editor de textos, jugueteo un poco en Google y compruebo que hoy, 9 de febrero, se cumplen 23 años de la victoria de Kobe Bryant en el concurso de mates del All Star de la NBA. Habría dado igual que hubiese escrito esta carta ayer o mañana, porque la Mamba Negra atesoró infinitos récords a lo largo de 20 años de carrera. Fue, según el fiable medio Bleacher Report, el 14º mejor baloncestista de todos los tiempos, aunque su ordinal sube muchos puestos si nos atenemos a carisma y relevancia en el imaginario pop. Por decirlo con pocas palabras, Bryant fue una leyenda y su trayectoria se truncó demasiado pronto, a los 41 años, el pasado 26 de enero en un accidente de helicóptero.
Tuve la fortuna de entrevistarlo en 2012. Fue en Barcelona, una semana antes de que su escuadra partiera hacia Londres, donde se hizo con su segundo oro olímpico, los mismos que Michael Jordan, espejo en quien siempre se miró. Lo único que puede achacársele a Bryant es su calidad de trasunto del 23 de Chicago. Su estilo, ambición y trayectoria no serían los que fueron si Jordan no hubiera surcado los cielos antes, pero hasta así cabe arrodillarse. Pocos fijaron tan férreamente un objetivo hasta el punto en que maestro y aprendiz devinieran en casi indistinguibles. Kobe fue el mejor de todos los imitadores de Jordan. “Air es el mejor contra el que he jugado”, me confesó acerca de él quien se batiera el cobre con los iconos de las últimas tres décadas.
El día que pasé con Kobe pude haber elegido a LeBron James o a Kevin Durant. Nike me había nominado entre una serie de periodistas de lifestyle de toda España, pero solo podía tener a uno, y solo durante cinco minutos. Fui práctico y no me arrepiento. Hace ocho años, James apuntaba a segundo mejor jugador de la historia y Durant a colarse en el top 10, pero a ellos aún les quedaba cumplir sus promesas de grandeza y Bryant, con cinco anillos, ya vivía en el olimpo. Decidí que sería el pájaro en mano que protagonizaría las historias de balón y canasta que le contaría a mis hijos si alguna vez los tenía. Pero esta no es una anécdota trasnochada. No es un sacar pecho ni enseñar una medalla. Y puedo justificar que llegué un mes tarde porque tampoco es un obituario.
Estas pocas y respetuosas líneas quieren ser tributo a quien tantas noches de júbilo me trajo, pero también testimonio de que los periodistas no siempre trabajamos en las mejores circunstancias. Aunque para mí fue un sueño estrechar la mano y compartir espacio y tiempo con alguien cuyo póster adornaba mi habitación de adolescente, cinco minutos no dan para conocer a alguien ni para extractar su esencia, a veces ni para escribir un tuit. Mis cinco minutos con Kobe Bryant fueron un átomo conversacional, la mínima unidad de medida en la que puedes llamar entrevista a una entrevista. El equivalente a un paracetamol en farmacia, a un clavo en ferretería o a un beso en la mejilla si hablamos de amor. Con el primero no curas un catarro, con el segundo no calzas una estantería y con el tercero casi nunca te acabas casando. Ni siquiera llegué a los 15 minutos a los que aspiraba Andy Warhol.
No obstante, he releído aquella pieza y no fue horrible. La entradilla contiene un par de chistes que me han hecho sonreír y el testimonio de Kobe, pese a no ser la invención de la rueda, resulta valioso por su cualidad de casi epitafio: “Sigo jugando (tras ganarlo todo) porque amo el juego. Llegados a este punto no juegas por dinero, no juegas por fama y tampoco juegas solo por ganar. Juegas porque amas lo que haces”. Hasta hoy recordaba aquella experiencia como algo robótico e incómodo. Le hice un par de preguntas que bordeaban lugares comunes y sentí que le parecieron aburridas, pero no es el pálpito que me ha dado esta relectura. Mi entrevista con Kobe Bryant desde luego que no fue la mejor del mundo, pero seguro que tampoco fue la peor.
Muchas veces he pensado en ese ratito que compartimos aquel 21 de julio de 2012, sobre todo cada vez que he tenido acceso total a un personaje, con varios escenarios y cantidad de horas de grabación. Es la suerte de quienes trabajamos en Vanity Fair. Los entrevistados saben que si vamos a hacerles un retrato, este llevará su tiempo. Ha sido el caso de Eugenia Martínez de Irujo, la hija pequeña de la última duquesa de Alba, portada de nuestro especial Arte y maniquí principal de la obra fotográfica —casi pictórica— del maestro holandés Erwin Olaf. Eugenia es una persona privada y celosa de su intimidad, pero sus regates y mis insistencias hablan de las luces y sombras de uno de los referentes más apetecibles de nuestra aristocracia. Tres hurras por ella y otros tantos por el eterno número 24 de los Lakers.
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