Un viaje entre la censura, la incomprensión y la música pop en España

Dos adolescentes –¿11? ¿13?– pasean por una ciudad costera. La mayor lleva una camiseta con el eslogan "Soy la pera” y un cassette en bandolera escuchando música al máximo del volumen que aquellos aparatos daban de sí. Habían pillado las cintas de sus hermanos mayores y, entre otros éxitos de la temporada, empieza a sonar el organito insidioso de una pieza melódica. Una voz masculina y una femenina medio entonan, medio susurran unas frases en francés.

Faltan menos de cuatro minutos y 25 segundos para que la pareja de la Guardia Civil que ronda la avenida con sus emblemáticos bigotes y tricornios indique a las chavalas que quiten la música. Cuando eso ocurre, el susto de las infractoras es morrocotudo pero se desquitarán muy pronto con el subsiguiente aumento de su prestigio entre los círculos escolares: “Les ha parado la guardia Civil por escuchar una canción prohibida”.

Estamos en verano de 1969. Últimos años de un franquismo agonizante pero enardecido tras los primeros atentados de ETA. Spain is Different, Massiel, Salomé, los chistes de suecas en bikini, el turismo de masas, el Bony Frío Sicohiélico y el éxito de Un millón para el mejor en TVE. La España que quería ser moderna sacando de quicio a la España que protesta por las canciones en inglés. La batalla se inclina momentáneamente del lado de esta última por obra y gracia de una orden del ministro Manuel Fraga Iribarne que obligó, en 1968, a las cinco cadenas estatales de entonces (Radio Nacional, Red de Emisoras del Movimiento, Cadena Azul, las Emisoras Sindicales y Radio Peninsular) a emitir un 75% de música made in Spain. Debajo del capote bordado en grana y oro del nacionalismo, la censura económica daba su primer campanazo.

Je t’aime moi non plus de Serge Gainsbourg y Jane Birkin suena por todas partes en una primavera y verano llenos de sustos y sorpresas: la boda de John y Yoko, la primera muerte de una joven estrella de rock (Brian Jones), la victoria norteamericana en la carrera espacial, los crímenes de la Familia Manson, el festival de Woodstock,Bob Dylan en la Isla de Wight, etc. Y también el erotismo desbocado de una pareja de enamorados con ganas de provocar y escandalizar. Hace ahora exactamente 50 años.

La razzia de la Guardia Civil contra Je t’aime es un hecho históricamente constatado y existen testigos que recuerdan cuando tuvo lugar en algunas capitales de provincias como, por ejemplo, Castelló. En aquel infausto verano, la Benemérita desplegó sus efectivos por las tiendas de discos a la caza y captura de cualquier copia de Je t’aime que el conglomerado discográfico Philips/Fonogram/Polydor hubiera podido distribuir con la peligrosísima intención de convertirlo, como ya había ocurrido en Inglaterra, en un éxito de ventas que quizás acabaría transformando 1969 en un verdadero año erótico tal como su autor había profetizado.

Las revistas humorísticas y críticas dibujaban a la censura como una señora de sonrisa lasciva y mente suficientemente sucia para encontrar malas intenciones donde la gente normal solo era capaz de escuchar música. Tijera en ristre, iba cercenando la creatividad y la libertad de expresión de los pobres españolitos que osaban sacar un pie fuera de los cauces. Para el comprador, que había roto la hucha para conseguir determinado disco, su existencia era poco más que una maldición. Para los cantautores comprometidos, lo era literalmente. A partir del asunto Je t’aime, la censura se convirtió también en el terror de las discográficas. Aparece la censura económica y se multiplican los casos esperpénticos.

Desde octubre de 1939, una orden del General Franco obligaba a que la programación de todas las emisoras de radio pasaran la censura previa de Falange Española Tradicionalista, partido único del régimen franquista. Desde 1951, aquella poderosa entidad, la censura, dependía del Ministerio de Información y Turismo, y estaba en manos de unos seres terroríficos y mitológicos: los censores, organizados en una complicada macla entre lo institucional y lo voluntarioso en cuya cúspide podía situarse cualquier personalidad civil, política, militar o eclesiástica afín al régimen que, independientemente de la legalidad vigente, se empeñase en considerar herida su pudibundez y su idealismo imperialista por literalmente cualquier cosa.

Como muestra un botón: un domingo por la tarde, ya entrados los 70, TVE estaba emitiendo la grabación de un concierto de James Brown en el Olympia de París para delicias de la chavalada y de la gente moderna y melómana que no cabían en sí de gozo. De repente, la emisión del concierto se interrumpe y la programación da paso al siguiente espacio como si tal cosa. Jordi Sierra i Fabra en la revista Disco Exprés recogía que la esposa de un preboste del régimen sentada frente al televisor se horrorizó ante quien le debía parecer un energúmeno salvaje que iba a dejar las tiernas mentes y conciencias de los telespectadores españoles hechas verdaderos guiñapos sin rastro de moralidad ni recato. Una llamada de teléfono y… Santas Pascuas.

El Ministerio de Información y Turismo tenía su sede en lo que actualmente es Castellana 109, donde está el Ministerio de Defensa. Allí, en la planta baja, trabajaban una serie de funcionarios que se dedicaban a asistir a todas las representaciones teatrales y estrenos cinematográficos mientras otro grupo estaba continuamente escuchando la radio. Su misión: el control de la moralidad en los espectáculos. Aquellos esforzados guerreros no tenían nada de héroes, ni nada de villanos. Sin glamour y sin piedad, trabajaban en la defensa de unos valores que en 1969 se caían a pedazos. Un locutor de una de las emisoras estatales (Radio Peninsular) programó repetidamente Hasta siempre comandante, la elegía a la muerte del Che Guevara de Carlos Puebla, camuflada en un inocente disco de boleros y viejas canciones cubanas. El pobre censor al que se le había pasado dicho tema fue suspendido de su sueldo durante un mes. Aunque los anales no han recogido su nombre, sí consta que se desquitó rápidamente vendiendo al culpable de su desgracia una larga serie de discos y libros al grito de “Entiendo que a usted le gusta lo prohibido…”.

Dejando de lado la pura fiscalización ideológica que se cernía sobre los artistas más politizados, sobre la censura franquista reina la confusión dado lo oscuro de sus actuaciones. Nunca se hicieron públicos los criterios que llevaban a censurar una obra u otra que evolucionaban entre las brumas de lo impreciso, lo difuso y el puro capricho como ocurría con el repertorio de Francesc Pi de la Serra, bluesman y cantautor catalán de la generación de la Nova Cançó– ¿Quién entiende que se le permitieran letras tan explícitas como Hoy es el día de matar el cerdo o Porque lo mandan el burro y el águila real? Los amantes del teatro decían que, a menudo, cuando censuraban una obra, ya la había visto media España.

A pesar de algunas investigaciones de los últimos años,

reina la oscuridad y la desinformación de la censura franquista. Los artículos sensacionalistas suelen identificar con prohibiciones tanto los listados de canciones no radiables de las emisoras públicas como las meras recomendaciones de los censores. Canciones que sonaron por todas partes y conocían hasta los niños de primaria, como Good Vibrations de los Beach Boys, aparecen repetidamente como prohibidas, mientras se esfuman otras que se mantuvieron durante décadas en las listas de canciones no radiables, como lo estuvo prácticamente todo el corpus discográfico del humorista flamenco Emilio el Moro (que, a pesar de ello tuvo una larga carrera en los escenarios de ferias y verbenas de todo el país).

La política, el sexo y las drogas eran temas contra los que se ensañaba con furia el censor. Pero otras veces la censura se guiaba por motivos caprichosos que solo se entienden como meras demostraciones de poder. Paco Pastor, vocalista de los celebérrimos e ingenuos Fórmula V, se ríe de la prohibición que recayó sobre un alegre tema chicletero publicado por su grupo en 1974 sobre La fiesta de Blas de la que “Todo el mundo salía con unas cuantas copas de más”. ¿Qué prohibición? ¿Qué censura? ¡Si se oyó por todas partes! No, no… En todas partes no se oyó. Radio Nacional y el resto de las emisoras estatales se negaron a programarla por si a alguien le daba por pensar que el organizador del fiestón alcohólico del que habla la canción era el político de extrema derecha Blas Piñar, notario de Madrid, Procurador en Cortes y  consejero nacional del Movimiento por designación directa de Franco.

No era la primera vez que se daban motivos similares. En 1941, una canción del barranquillero José María Peñaranda, Se va el caimán, que rápidamente adoptaron todas las orquestas y orquestinas, ya había tenido que ser prohibida en España por si alguien entendía que el caimán del título era el dictador. Lo mismo que Raska Yu de 1943, composición del guitarrista mallorquín Bonet de San Pedro y Bartolomé de Lete cuyo estribillo “¿Cuando mueras, qué harás tú?” se interpretó rápidamente como una indirecta al caudillo. Algunas emisoras la destruyeron, escribió en El País Haro Tecglen con motivo de la muerte de Bonet. Y añade una sustanciosa anécdota personal: “El general Galera me arrestó un día en mi despacho de Radio Tetuán y me obligó a destrozar los discos de La corte de Faraón, por su carácter soez”. El investigador formal de los años 40 debe pasar de la risa al llanto varias veces cada vez que se sumerge en un archivo.

No nos olvidemos de la ignorancia, la incomprensión y el miedo respecto a las nuevas ideas y gustos que iban apareciendo, sobre todo en los 60 y 70. El cantautor galáctico Jaume Sisa recuerda que había sido anunciado como una de las estrellas del festival Canet Roc a celebrarse en dicha localidad costera en 1975. En el último año de Franco, todavía era obligatorio presentar las canciones que se iban a interpretar antes de cualquier espectáculo y aguardar a que la autoridad diera el permiso necesario. Los organizadores y el mismo cantante se quedaron de piedra cuando la llegada de un motorista con los papeles de Gobernación les otorga permiso para con una sola excepción: “La actuación de la cantante Lisa”. ¿Lisa?… ¿Qué Lisa?… ¿Quién?… “¡Ejém!… Yo me llamo Sisa”…

En lo que respecta a Je t’aime, había ocurrido que fue presentada a los censores como tema instrumental y, dado que los acordes y cadencias, difícilmente pueden contener riesgos para la moralina ni provocación política alguna, la canción pasó todos los filtros sin que ninguno de los reverendos censores se tomase la molestia de escuchar cómo Jane y Serge disfrutaban a lo grande de su pasión erótica por encima de aquel irresistible organito. Nunca se sabrá quién dio la voz de alerta, alguien debió escucharla en la radio. El caso es que saltó la alarma y la Benemérita se lanzó al rescate.

La inversión de Philips había sido seguramente grande y se había ido a la porra por culpa de la prohibición. Ninguna empresa podía, ni puede, permitirse que sus pérdidas y ganancias dependan solo del capricho de un funcionario o de la esposa de un ministro. Y todavía menos en una industria como la discográfica donde el debe y el haber van ajustados como el proverbial guante. A partir de 1969, los tres sellos de la multinacional se ven obligados a adoptar una política de autocensura y recortes sistemáticos de la que, por si sí o por si no, se salvaron muy pocos discos de sus catálogos. Hablamos de censura económica.

Con la Ley de prensa e imprenta de 1966, la censura previa obligatoria dejaba de ser obligatoria de modo que el riesgo de cada decisión en la difusión y el mercado cultural se multiplicaba a la enésima y la responsabilidad en las discográficas pasó a pesar toneladas sobre los hombros de los jefes de producto y A&R. Enumerar las portadas recortadas por cuestiones de presupuesto y de supuesto buen gusto sería el cuento de nunca acabar. Hay que añadir las que fueron literalmente censuradas. Las fotos de mujeres desnudas en la pared del cuarto del protagonista del film Quadrophenia aparecen en la portada de la banda sonora hábilmente vestidas a boli Bic para mofa de propios y extraños. La portada permitida para la edición española de Sticky Fingers de los Rolling Stones resultó bastante más desagradable y escabrosa que la foto original de Andy Warhol. La lista sería interminable y, sobre todo, se recortaban muchos de los textos de contraportada, pero es posible que se debiera muchas veces a dificultades de traducir un inglés argótico y coloquial.

Los discos de un artista como James Brown, popularísimo en clubs y discotecas y portavoz sin mordaza del radicalismo negro más audaz y chivo expiatorio de la censura musical, eran sistemáticamente recortados llegando a faltar hasta dos y tres canciones en su edición española. Y no, no bajaban los precios de venta cuando faltaban muchos minutos de música como en el álbum Joy de Isaac Hayes, épico relato erótico de cuerdas y voz de barítono insinuantes, editado en la España de 1974 con doce minutos completos –dos canciones largas y candentes- alegremente censurados. No fuera cosa que mandasen de nuevo a la Guardia Civil. “Eso lo corté yo”, se jactaba un label mánager del sello. “Allí estaban ellos, en la cama, tomando champagne, venga a jadear… Aquello no podía salir…“, se burlaba años después. “¡Zas! ¡Pegué el tajo!”.

Otro maravilloso caso de censura salvaje es mucho más reciente,

catorce años después del affaire del Je t’aime, concretamente en 1983, en plenos 80 de supuesta democracia y libertad, cuando un editorial del diario ABC arremete contra la emisión dos semanas antes de un clip del grupo bilbaíno las Vulpes en el programa televisivo Caja de ritmos –que se emitía en horario infantil- interpretando una adaptación de I wanna be your dog de The Stooges.

Camilo José Cela, Antonio Gala, Francisco Umbral o Rosa Montero se lanzaron contra el director del programa, Carlos Tena. El Fiscal del Estado, Luis Burón Barba, presentó una querella criminal por “ofender el pudor y las buenas costumbres”. Igualmente fueron denunciadas las autoras de la letra, Loles y Lupe Vázquez, y la vocalista del grupo, Mamen Rodrigo. José Mª Calviño, director general de RTVE, tuvo que comparecer ante el Congreso y Carlos Tena tuvo que dimitir. Se retiraron los programas de Caja de Ritmos dedicados a Siniestro Total y Almodóvar y MacNamara.

También Paloma Chamorro sufrió el peso de una censura, teóricamente extinta en los años 80, cuando en el programa de La Edad de Oro dedicado a Psychic TV por la imagen de una cabeza de cerdo colocada en un crucifijo. Los partidos políticos conservadores, la Conferencia Episcopal Española y un abogado de Burgos atacaron con furia el programa, RTVE y su directora. La pesadilla para Chamorro continuó hasta que el Tribunal Supremo determinó, nueve años después, la no existencia de delito.

El problema con la censura institucional es que no solo cercena obras creativas y trabajos informativos, sino que también cercena mentalidades. Uno de los grupos pop más respetados y exitosos de los 60 eran los Pop-Tops, producidos por Alain Milhaud -el francés que había descubierto a Los Bravos y los Canarios– y dirigidos por Phil Trim, un buen cantante trinitense. Grupo y mánager contaron con un conocido y admirado artista pop, Alberto Muñiz, para unas fotos y posters promocionales. El artista ideo una sesión de body-painting con motivos esotéricos y simbólicos a realizar sobre la piel de los músicos vestidos para la ocasión con sucintos trajes de baño. El body-painting era bastante habitual ya en aquella época en el teatro de vanguardia, el mimo y la danza contemporánea.

Alberto Schommer hizo las fotos que se utilizaron en dos portadas de singles, (aunque la más espectacular y simétrica de su reportaje solo salió en un disco francés). Hábilmente rodeadas de logos, etiquetas y títulos, las tiendas de discos y las revistas musicales las procesaron sin problema: el mundo pop vivía al margen de la realidad made in Spain. Lo difícil fue salir al mundo real y subirse a los escenarios de la España de 1969. Resulta chocante pensar que los Pop Tops debieron salir a la carretera con sus instrumentos y equipo más el pintor y sus materiales.

Nada pasó en el primer concierto celebrado con la nueva imagen en Málaga, zona turística invadida de extranjeros y modernos. Pero, al día siguiente, en Pamplona, después de muchos kilómetros de carretera y de lo que debió ser una larga sesión de maquillaje con Muñiz, los artistas acabaron, como en los tebeos y las películas de vaqueros, a remojo en la piscina. ¿Fue culpa de algún siniestro esbirro de la moral rancia y dañina? ¿Fueron las tijeras de la malvada censura que les cortaron la salida? No. Fueron los propios espectadores del concierto que no se quedaron satisfechos lanzando insultos, improperios y burlas y decidieron pasar a la acción.

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