En 1964 Elizabeth Taylor y Richard Burton celebraron la primera de sus dos ceremonias nupciales. Para la ocasión, ella se decantó por un delicado vestido amarillo de organza de manga larga y cubrió su larguísima melena –recogida en una coleta igual de infinita– con pequeñas flores blancas. Cleopatra fue Cleopatra y de nada hubiera servido que el asesor o estilista de turno hubiera tratado de convencerla de lo contrario, que le hubiera presentado un sencillo vestido blanco o champán colgado de una percha y hubiera pretendido que Taylor asintiera convencida.
Diecinueve años después, Lady Di lució un modelo de tono similar –quizá un poco más empolvado– durante una recepción oficial en Canadá. El suyo fue sin duda un amarillo más melancólico. Ella era una princesa triste y las princesas tristes son pálidas, llevan poco o nada de maquillaje y nunca visten de rosa. Gracias a ella y a la postal que compuso durante dicha fiesta, este color dejó de asociarse al exceso, a la mala suerte, a la excentricidad. El amarillo se transformó como tantas prendas y tendencias lo hicieron antes y llegó incluso a abandonar su nombre cuando de ciertas mujeres y vestidos se trataba.
Elizabeth Taylor durante su primera boda con Richard Burton en 1964.© GettyImages.
Entre Elizabeth Taylor y Diana de Gales se tejió un finísimo hilo al que antes, entre medias y después se han unido otras mujeres tan diferentes entre sí como cercanas gracias a la elección de este color en momentos decisivos de sus vidas: Michelle Williams y su vestido de Vera Wang en los Oscar 2006, Amal Clooney y su impecable diseño de cóctel de Stella McCartney en la boda de los Duques de Sussex (Meghan y Harry), Elle Fanning y su modelo con escote en uve de Miu Miu en el desfile otoño-invierno 2019/20 de la firma. El haber apostado por este tono cuando en la historia de la moda ha habido muy pocas razones para hacerlo ha convertido estos estilismos en icónicos y a las mujeres que los han llevado, en especiales. ¿Quién puede pensar en llevar un vestido amarillo más allá de un lunes o un martes cualquiera? ¿Quién querría casarse o recoger un Oscar o asistir a la boda real más importante del último siglo enfundada en uno? Ellas.
Lady Di durante una recepción en Canadá en 1983.© GettyImages.
Hace un tiempo, sin fecha concreta que citar, el amarillo murió para reencarnarse en el único color que podría soportar el peso de saberse especial, raro si se quiere, y no caer en la vanidad más simple: el vainilla. Una suerte de amarillo apagado, fantasmal, discreto hasta casi ser imperceptible que tiñó cientos de vestidos que los ojos menos avispados consideraron beis o champán, pero que otros tantos contemplaron en todo su prudente esplendor.
Vainilla es el sabor de helado que siempre acompaña a otro y nunca es el verdadero protagonista del postre; vainilla es el olor final que se percibe en casi todos los perfumes y suele quedar sepultado por otras notas más estridentes; vainilla es un la orquídea que nadie recuerda, pues casi todo el mundo piensa en esta flor como blanca o rosa; vainilla es una de las especias más utilizadas y más caras del mundo; y vainilla es el vestido del verano 2019, ese que siempre ha estado ahí pero cuya importancia no ha sido evidente hasta ahora. Tal y como sucede con las canciones que reconoces como favoritas cuando han dejado tararearse.
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