Mañana se publica por fin «Meghan & Harry. En libertad. La forja de una familia real moderna» (HarperCollins), el libro que viene a aclarar la misteriosa y abrupta salida de los duques de Sussex del Reino Unido, una huida que significó, además, su baja como miembro activo de la familia real británica. Llevamos meses leyendo en la prensa internacional todo tipo de revelaciones relacionadas con este libro, que pone el foco del verdadero problema de la pareja no tanto en Meghan como en la relación entre los príncipes Guillermo y Harry. Esta es la bomba: Harry no pudo soportar que su hermano se refiriera a Meghan como «esta chica» y mucho menos el trato que les dispensó el equipo de su hermano (no olvidemos que durante algunos meses vivieron juntos en Kensington Palace).
La inusitada popularidad de Harry y Meghan, su constante presencia en prensa y la innovadora narrativa que la novia introducía en los habituales relatos sobre la familia real británica (una actriz y, además, de madre afroamericana) eclipsaron tanto el protagonismo del príncipe Guillermo y Kate Middleton, que la tensión se volvió insoportable. Tanto, que la pareja de recién casados decidió poner tierra de por medio, aunque Markle se despidiera con lágrimas en los ojos de las personas de su equipo que la acompañaron durante su cortísima etapa como miembro de la ‘royal family’ en Londres. Un final que nadie esperaba cuando comenzó su historia de amor. Así la describe el capítulo cinco de «En libertad» que puedes leer a continuación y en exclusiva en Mujerhoy.com antes de el libro salga mañana a la venta.
El príncipe se planta
Cuando Meghan y Harry llegaron a casa de Jessica y Ben Mulroney el 30 de octubre por la mañana, al menos habían podido dormir unas horas mientras en Inglaterra estallaba la noticia. La noche anterior, después de que un asistente de Harry le aconsejara que se quedaran en algún lugar discreto donde a ningún periodista se le ocurriera buscarlos, habían decidido marcharse a la casa que los Mulroney tenían en la zona de Upper Canada. Meghan había estado mensajeándose con Jessica (o Jess, como la llaman los amigos) para que le diera apoyo moral, y su amiga le ofreció su casa como refugio. Ellos estuvieron de acuerdo en que era un plan perfecto. Hicieron las maletas y, a la mañana siguiente, muy temprano, abandonaron Seaton Village.
No era la primera vez que iban a casa de los Mulroney. Antes de que se hiciera público que eran pareja, habían visitado a menudo la casa de sus amigos en aquel barrio acomodado y tranquilo, donde la escolta de Harry llamaba menos la atención. Fue allí donde Meghan vislumbró por primera vez lo buen padre que sería Harry, al ver cómo se ganaba la simpatía de Brian y John, los gemelos de seis años de sus amigos, y de Ivy, la pequeña, de tres. El príncipe sabía cómo encandilar a los niños, y nunca aparecía con las manos vacías. Cada vez que iba de visita, les llevaba un pequeño obsequio. Pero no era solo su generosidad lo que le granjeó el cariño de los pequeños. Harry también estaba dispuesto a tirarse al suelo con ellos a jugar o a aplastar la cara contra la ventana y hacer muecas que siempre les hacían reír.
Ahora que se había descubierto su secreto, Meghan y él conferenciaron en torno a la encimera del salón diáfano de la casa, que comunicaba con la cocina, para que Jess y Ben estuvieran al tanto de todo. Para Meghan era una situación agridulce. Por una parte, le apenaba que se hubiera revelado su secreto: ya no estaban ellos dos solos. Aunque antes de conocer a Harry había pactado alguna que otra vez una foto con los paparazzi o había filtrado alguna información a la prensa, desde que salía con el príncipe había hecho todo lo posible por proteger su intimidad. Era consciente de que, si nada se sabía, tendrían oportunidad de conocerse el uno al otro sin presiones externas y sin que les preocupara que los periodistas informaran sobre su incipiente relación e hicieran comentarios sobre ella.
En parte, sin embargo, también se sentía aliviada. Había procurado que sus amigos y compañeros de trabajo no se enteraran (solo unos pocos miembros del equipo de Suits conocían su secreto) y le desagradaba tener que mentir sobre el propósito de sus viajes a Londres. Harry, por su parte, sabía que aquel día tenía que llegar «inevitablemente» y así se lo había dicho a Meghan al poco tiempo de conocerse, para que «aprovecharan al máximo» el poco tiempo de que dispondrían para disfrutar de su relación en secreto. Ella, claro está, no entendía aún lo que significaba ser tan famoso como lo era Harry desde su nacimiento.
—Llevábamos unos seis meses saliendo, muy discretamente, cuando saltóla noticia —contaría más tarde Meghan en una entrevista con Vanity Fair—. Y fue muy sorprendente cómo cambiaron las cosas de repente.
Después de que se hiciera pública la noticia, en veinticuatro horas Meghan recibió cerca de cien mensajes de personas con las que no hablaba desde hacía meses, o incluso años. Todo el mundo quería saber si era cierto.
Sus padres, por supuesto, sabían desde hacía tiempo que salía con Harry. A Doria se lo había dicho nada más volver de Londres tras conocer a Harry, y ya le había presentado al príncipe en Los Ángeles. A su padre se lo contó más adelante, ese verano, después del viaje a Botsuana. Posteriormente, Thomas comentaría en una entrevista para el programa Good Morning Britain:
—Me dijo que tendríamos que llamarle «H» para que nadie se enterara. Pasado un tiempo hablé con él, y me pareció un chico muy majo, muy educado y amable. (Una fuente cercana ha confirmado que Harry habló varias veces por teléfono con el padre de Meghan durante su primer año de noviazgo).
Para el resto del mundo, en cambio, aquello era una noticia bomba. Meghan no solo recibió mensajes de amigos y conocidos; también se pusieron en contacto con ella unos cuantos periodistas con los que había tenido trato a lo largo de los años. No contestó a ninguno.
Durante los tres días siguientes —mientras amigos, vecinos y, sobre todo, compañeros de trabajo mandaban mensajes a Meghan avisándola del acoso al que los estaban sometiendo los fotógrafos y periodistas—, la pareja se quedó en casa de los Mulroney. Después, Harry tuvo que volver a Londres por motivos de trabajo, y Meghan se quedó en Toronto, donde tendría que enfrentarse sola a su nueva vida, sometida al escrutinio constante de la prensa.
Cada paso que daba se convertía en noticia de portada, como cuando iba a clases de yoga en el centro Moksha, o a comprar con Jessica a su centro comercial favorito, el Hudson’s Bay, donde antes podían pasarse horas y horas viendo tiendas. Universal Cable, la productora de Suits, le puso una escolta para sus desplazamientos a los estudios de North York, cerca del centro de Toronto, donde se rodaba la serie. Los paparazzi, aun así, se familiarizaron enseguida con su rutina diaria. Antes de conocer a Harry, Meghan solo había tenido que enfrentarse a las cámaras cuando rodaba o posaba en la alfombra roja. Y las escasas fotos que le habían hecho los paparazzi antes de que empezara a salir con Harry habían sido, en su mayoría, pactadas.
La seguridad era necesaria. Poco después de que se publicara la noticia, un fotógrafo de una agencia de Los Ángeles saltó la valla trasera de la casa de Meghan y la esperó junto a su coche, con la esperanza de fotografiarla antes de que se fuera a hacer algún recado. Ella, aterrorizada, llamó de inmediato a la policía.
—Va a ser así siempre, ¿verdad? —le dijo a una amiga en aquella época.
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