Cada uno tendrá el suyo predilecto. Los hay de todo tipo y el cine es un buen catálogo de la vida. De amor, como los que le daba Patrick Swayze a Demi Moore por detrás mientras ella moldeaba barro (qué maravilla abrazar así, sintiéndose sin verse). O de despedida, como el de Bill Murray a Scarlett Johansson en medio de esa riada de gente en ‘Lost in Translation’. Ahí está también el de E.T. a Elliot y sus sollozos antes de que la galaxia ponga el punto y final para siempre a su historia y su amistad. O el de traición de Michael Corleone con su hermano en El Padrino 2 y ese terrible “sé que fuiste tú, Fredo” de Al Pacino, mucho más herido en la mirada que en la voz.
Abrazarse reduce la producción de las hormonas del estrés y sube la de oxitocina, el santo grial de las emociones positivas y la calma, de eso que los libros de autoayuda y la publicidad llaman la felicidad. Somos física y química. Y necesitamos ambas para seguir siendo. Pero somos también alma. Solo alma. Almas pequeñas, como escribió Marco Aurelio, que arrastran consigo un cadáver. Y los abrazos son ese lugar y ese tiempo en el que no importa quiénes somos ni quiénes creemos ser ni de dónde venimos ni a dónde no vamos. Son ese segundo o esa hora en los que volvemos a un limbo, a un silencio, a una nada o una calma natural que sentimos haber habitado ya alguna vez. Probablemente, ese único instante en el que, de verdad, no estamos solos en la vida. O no lo notamos.
Hoy cambiamos urgentes de pasillo en el supermercado o de acera en la calle, o apresuramos el paso si nos encontramos con alguien y nos miramos furtivos y huraños. Pero me veo y nos veo y creo, o quiero creer, que no somos esos, sino todos los abrazos suspendidos. Solo almas diminutas que imploran abrazos a través de ojos sombríos y miradas de miedo y duda. Y si cuento todo esto es para que no se nos olvide. Guardémoslos para darlos y volvamos, mientras, a los que dimos y recibimos como promesa cierta de los que vendrán. Pronto. Todos tenemos abrazos que sentimos aún, años incluso después de darlos, como sentimos también los que no dimos, porque el cuerpo tiene memoria para los lugares y para los abrazos.
David López Canales es periodista colaborador de Vanity Fair y autor del libro ‘El traficante’. Puedes seguir sus historias en su Instagram y en su Twitter.
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