Es difícil encontrar en el panorama actual una figura equivalente a la de Aristóteles Onassis. Si bien el siglo XXI está surtido de millonarios como Jeff Bezos, Bill Gates o Amancio Ortega, a diferencia de lo que sucede con los magnates de Amazon, Microsoft e Inditex, Onassis no solo tenía una gran fortuna, sino también una vida social envidiable y un don de gentes del que gustaba hacer gala como algo sustancial a ese éxito empresarial.
Nacido en Esmirna en 1906, Onassis tuvo que abandonar su ciudad en plena adolescencia a consecuencia de la guerra Greco-turca que, entre otras catástrofes, provocó un espectacular fuego en la zona del puerto, que tardó más de 10 días en ser sofocado. Exiliado y apátrida debido a la victoria de los turcos, en 1923 decidió embarcarse rumbo a Buenos Aires, donde desempeñó diferentes oficios, entre los que se cuentan los de telefonista y administrativo en el departamento de aduanas. La experiencia en este último puesto le permitió poner en marcha su primer negocio: importación y exportación de diferentes productos, principalmente tabaco, entre Turquía y Argentina. El éxito de la empresa hizo que, hacia 1929, Onassis, ya no solo negociase con tabaco sino que lo transportase en su propia flota, compuesta por más de un centenar de barcos.
La principal razón de ese meteórico éxito fue que Onassis comprendió que el negocio mercante marítimo dependía, en buena parte, de la bandera bajo la cual operaban esos barcos. De este modo, si bien sus oficinas estaban en Buenos Aires, Nueva York y Atenas, sus buques tenían bandera panameña o liberiana, porque la regulación de esos países era menos restrictiva, no solo en lo que se refiere al transporte de mercancías, sino también a los sueldos de la tripulación o las medidas de seguridad necesarias para transportar mercancías peligrosas como el petróleo. De hecho, varios de los buques de Onassis protagonizaron vertidos de crudo en el mar y algunos de sus barcos balleneros fueron retenidos en Perú por faenar en sus aguas sin permiso. Más allá de la atención mediática que provocaba su nombre, el armador salió siempre bien parado judicialmente de esos problemas.
El hombre que compró Montecarlo
El domingo 25 de enero de 1953, el diario La Vanguardia publicaba una “crónica radiotelegráfica de nuestro redactor” en la que se informaba de que Aristóteles Onassis se había hecho con la mayoría de las acciones de la Sociedad de los Baños de mar. Según el periódico catalán, esta entidad era “todo en el pequeño principado de Mónaco: la fuente de los ingresos económicos, la empresa que atrae el chorro de oro del turismo, la mente que rige sus negocios y la mano que hace girar sus ruletas”. En otras palabras, la Sociedad de los Baños de Mar era la propietaria del Casino del Kursaal, de los dos mejores hoteles del principado, del gran teatro de Montecarlo y de numerosos inmuebles.
Esa nueva situación había llenado de zozobra a los residentes del principado pues, según contaba el redactor, “lo que hace de Mónaco una Arcadia feliz es que no tiene industrias, ni grandes negocios comerciales, ni ese tenso clima que crea en otras partes la lucha por la vida”. En definitiva, una existencia paradisíaca que esos ciudadanos monegascos veían peligrar con la llegada de Onassis, al que creían capaz de convertir el puerto deportivo en un amarre de buques petroleros. Nada más lejos de su intención.
El interés de Onassis por Montecarlo había comenzado dos años antes, cuando el armador quiso alquilar para sus negocios el edificio del Sporting Club que, en esa época, se hallaba en desuso. A pesar de ello, la Sociedad de los Baños de Mar se negó a arrendárselo y lo mismo sucedió cuando el empresario propuso comprar el inmueble. “Ante esta resistencia comprendí que no me quedaba otro remedio que comprar la sociedad”, explicó Onassis que, a lo largo de dos años, estuvo adquiriendo de manera paulatina y en secreto las acciones necesarias para hacerse con la mayoría societaria.
La llegada al principado de Onassis coincidió con uno de los peores momentos, tanto económicos como emocionales de la vida de Raniero de Mónaco. Los réditos del casino, de los cuales le correspondían un 10%, habían descendido. Además, las relaciones con los Grimaldi eran tensas desde el momento en que les había anunciado su deseo de contraer matrimonio con la actriz francesa Gisèle Pascal, que no era del agrado ni de la familia real ni de sus súbditos.
Justo en esa coyuntura hizo su aparición Onassis, hombre sagaz que se había dado cuenta de que Montecarlo era una enorme fuente de riqueza que precisaba modernizarse. Para ello, debía dejar de ser el refugio de viejas fortunas y de sus todavía más viejos propietarios y convertirse en un lugar de referencia para la alta sociedad internacional. De hecho, se cuenta que fue el propio Onassis el que aconsejó al príncipe que pusiera fin a su noviazgo con Gisèle Pascal y que buscase una pareja entre aquellas mujeres de Hollywood que mejor pudieran representar el papel de princesa. Las propuestas por el armador fueron Gene Tierney, Marilyn Monroe y Grace Kelly que, finalmente, se quedó con el papel.
Negocios a toda vela, amores náufragos
Como Raniero, Aristóteles Onassis también había hecho de las relaciones personales y sentimentales una forma de prosperar en los negocios y obtener notoriedad pública. Amigo de personalidades como Winston Churchill, que acostumbraba a navegar invitado por el armador en su yate Chistina, en 1946 contrajo matrimonio con Athina Mary Livanos, hija del naviero Stavros Livanos, que fue un pilar importante en sus negocios. De ese matrimonio nacerían dos hijos, Alexander y Christina, heredera universal de los bienes de su padre, que, a su muerte, emprendió una larga y complicada pelea judicial con la segunda esposa de Onassis, Jackie Kennedy.
Antes de casarse con la viuda de John Fitzgerald Kennedy, el armador estuvo enamorado de Maria Callas, a la que prometió matrimonio pero con la que nunca logró casarse, primero, por las dificultades en encontrar una fecha libre en la apretada agenda de la cantante y, después, por la infidelidad de Onassis con Jackie Kennedy. A diferencia de la diva de la ópera, la exprimiera dama de Estados Unidos puso, como condición inexcusable para estar con el empresario, contraer matrimonio. Viuda desde que JFK fuera asesinado en Dallas, Jackie decía no poder soportar que sus hijos la vieran mantener una relación sentimental sin estar casada. De esta forma, el 20 de octubre de 1968 la pareja se casó en Skorpios, una isla privada propiedad del armador. Sin embargo, lo que comenzó como una intensa y glamurosa historia de amor, concluyó como el primer matrimonio del empresario: con distanciamiento e infidelidades.
Desilusionado, Onassis intentó retomar su antigua relación con Maria Callas que, herida todavía por la actitud del naviero, no aceptó. La negativa de la cantante hizo que el empresario se sumiera en una profunda depresión que se agravó por diferentes factores. Entre ellos, las continuas trabas de Jackie Onassis para concederle el divorcio y la muerte de su hijo Alexander en 1973.
Alexander, piloto profesional y presidente de Olympic Airways, líneas aéreas propiedad de su padre, falleció a consecuencia de las heridas sufridas en un accidente aéreo mientras realizaba un vuelo de instrucción con uno de los nuevos pilotos de la compañía. Impresionado por la noticia, Aristóteles barajó ideas tan inusuales como la de crionizar el cuerpo de su hijo para ser resucitado en un futuro. Cuando, aconsejado por los allegados, decidió abandonar ese deseo, ordenó que el cuerpo del joven fuera embalsamado y enterrado en Skorpios.
Durante los meses siguientes las autoridades investigaron las causas del accidente sin resultado. Unas teorías afirmaban que Alexander había perdido el control de la aeronave por unas turbulencias provocadas por un avión de Air France y otras, que los mandos del avión estaban en mal estado. Ante esta indeterminación, Onassis publicó un anuncio en diferentes periódicos en el que ofrecía 1.000.000 de dólares (unos 800.000 euros) por una pista que demostrase que el accidente había sido provocado. En opinión del empresario, todo respondía a un plan urdido por la CIA y la Dictadura de los Generales griega, que querían atacarlo golpeando donde más le dolía.
Sea como fuere, Onassis nunca llegó a demostrar su teoría. Dos años después del accidente, el 15 de marzo de 1975, murió en la localidad francesa de Neuilly-sur-Seine a consecuencia de una neumonía. Sus restos, como los de Alexander y Christina, fallecida unos años después, descansan en Skorpios, isla que ya no pertenece a la familia. La nieta del armador, Athina Roussel Onassis, se la vendió a Ekaterina Rybolovleva, hija del magnate ruso Dmitry Rybolovlev, uno de esos nuevos millonarios del siglo XXI cuya fortuna tal vez supere la del griego, pero cuya vida es mucho menos atractiva.
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