Hace unos meses (podría decirse que un “lustro pandémico” a tenor de lo que tarda en pasar este año) conté que me había cambiado de casa justo en medio de todo este movidón, y que la de ahora es la sexta casa en la que he vivido en Madrid.
El martes volví a mi primer barrio, Chamberí, por cosas de médicos. Me acompañó una amiga para entretener a mi hijo y que no tuviera que entrar en el hospital conmigo. Toda prevención es poca.
Por casualidades de la vida, aparcamos debajo de los balcones de la primera casa en la que viví cuando me vine aquí. Estuve la friolera de 11 años, hasta que al casero le pudo la avaricia y me duplicó (sí, duplicó) la renta. Obviamente quería echarme, pero teniendo en cuenta que cuando entré en ese piso llevaba años sin vivir nadie, que nunca lo pintó, ni hizo una reforma, ni un arreglo ni un na, y que de todo me encargué yo, pues fue un pasote que se marcó conmigo. Esto pasó hace más de una década, antes del boom de los pisos turísticos. Pero bueno, bien está lo que bien acaba. Disfruté mucho esa casa y le dije adiós con pena y con un montón de buenos recuerdos.
Tenía puesto un cartel de SE ALQUILA, y el caso es que en estos años cada vez que he pasado he visto las persianas bajadas y cero actividad dentro. La curiosidad me ha podido y he buscado en los portales inmobiliarios a ver si estaba, y estaba.
Qué pena de casa. Han dejado los 145 metros como un solar. Los suelos de baldosa hidráulica tan chulos que tenía (y que podrían haber recuperado) los han tapado con tarima barata. Las puertas y ventanas dobles de madera con cuarterones de cristal, que formaban un arco arriba, súper bonitas, sustituidas por insulsas ventanas climalit. Ahora es una oficina, pero no una bonita, no, una de esas de las que estás deseando salir en cuanto da la hora. Tiene hasta una “pecera” de cristal para hacer reuniones.
Le mandé el enlace del anuncio a mis antiguos compañeros de piso, y se apenaron lo mismo que yo. Podrían haber hecho algo más agradable, más humano. Un piso de techos muy altos y hermosos balcones a la calle, convertido en un descampado con acabados de bajo precio. Tuve la misma sensación que cuando veo que una tienda preciosa se ha convertido en una franquicia más, de apariencia chillona, estilo cartón piedra y cero emoción.
En esa casa lo pasé muy bien y muy mal. Me reí muchísimo y lloré mares. A pesar de estar un poco destartalada (por grande y por la cantidad de zarrios -él los llamaba “antigüedades”, pero en fin- que el dueño me obligó a conservar), la convertí en un hogar acogedor. Lo que yo hubiera hecho con ese piso si hubiera sido mío…
Pero mirando las fotos no pude evitar pensar que si los que trabajan, han trabajado o van a trabajar allí, supieran los fiestones que se han dado en esa casa, las risas, la jarana… y los polvazos que he echado en esa pecera, lo mismo les costaba una miajilla concentrarse en el curro. Y que ojalá se les contagiara un poco del buen rollo que hubo allí.
Pero con esa tarima chustera debe ser casi imposible ser feliz… ¡ay, qué pena de casa!
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