En los últimos meses nos hemos acostumbrado a términos como ‘nueva normalidad’, ‘síndrome de la cabaña’, ‘PCR’, ‘mascarillas’… Una larga lista de cosas que reflejan que el hoy, nada tiene que ver con el ayer más inmediato. Ni siquiera tomarse una caña en la barra de un bar será, hasta nueva orden, como antes. La Covid-19 irrumpió de forma abrupta en nuestras vidas y de un día a otro, todo el escenario cambió. Los amantes del cine apocalíptico tienen numerosas referencias sobre fin del mundo, sociedades distópicas, extinciones del ser humano o futuros donde los robots ocupan el espacio del hombre, en las que encontrar semejanzas con la actualidad. Ni qué decir tiene el papelón de Gwyneth Paltrow en Contagio, por ejemplo, que vista hoy parece más un documental que una película de ficción por el más que escalofriante parecido con la realidad.
Sin embargo, lejos de esta visión tan apocalíptica, hay ciertas emociones y sensaciones a las que nos enfrentamos por primera vez con un resultado más o menos afortunado dependiendo de cada uno. El aislamiento y el saber que ahí fuera hay un virus que acecha a sus anchas sin que una vacuna le pueda hacer frente (de momento) ha dado paso a miedos y fobias no conocidas por nuestro yo de la «vieja normalidad». Y el principal, el miedo al contacto. La sensación de seguridad que encontramos en nuestras casas y el evitar los peligros del exterior es precisamente otro de los argumentos de película que puede venirnos a la mente estos días. En 2009, un estupendo Bruce Willis nos presentaba en Los sustitutos (Surrogates) una sociedad en la que los humanos «vivían» y «sentían» a través de una especie de avatares robóticos que ocupaban las calles mientras eran manejados desde casa por los humanos propietarios. De esa forma, podían mantener relaciones sexuales, afectivas o profesionales sin que el cuerpo, el real, estuviese expuesto a enfermedades o peligros físicos de cualquier índole. Si algo fallaba, te comprabas otro cuerpo y listo. Claro, que como en toda película, la situación no era tan idílica ni esa falsa seguridad tan reconfortante.
Y precisamente a ese «¿Piel con piel? No, gracias», es a uno de los principales riesgos a los que nos exponemos si dejamos que el miedo al contacto con los demás se apodere de nosotros. Y eso tiene un nombre: hafefobia, o lo que es lo mismo, miedo irracional a ser tocado por otra persona. Según los expertos, se trata de un trastorno tremendamente limitante ya que impide a quien lo padece coger el transporte público, mantener relaciones de pareja o incluso relacionarse de forma normal con cualquiera ante el pánico de que alguien decida rozarle. Un sentimiento que va acompañado de crisis de ansiedad incontrolables y conduce al individuo a aislarse cada vez más.
La hafefobia (también conocida como hapnofobia, haptephobia), puede ser desarrollada por una experiencia traumática o estar relacionada con el miedo a los gérmenes e incluso a las multitudes. De ahí que bajo una situación de estrés como la que atravesamos en este momento, y aunque ya sabemos que el virus no se contagia por el tacto sino por las gotas en suspensión que podamos expulsar al hablar o toser, esta sea una de las nuevas fobias que están viviendo un auge. Como cualquier TOC, los expertos recomiendan acudir a psicólogos o psiquiatras ante los primeros síntomas para hacerle frente y que no terminemos deseando que un robot viva por nosotros.
Fuente: Leer Artículo Completo